Novena
dispuesta por el padre Luis Maria Zúñiga CO, y publicada en México por la
imprenta de Luis Abadiano y Valdés en 1851, con las licencias necesarias.
COMENZAMOS: 21 de enero.
FINALIZAMOS: 29 de enero.
FESTIVIDAD: 30 de enero.
PRÓLOGO
De un Santo que con toda justicia debe ser apellidado Varón de
Misericordia, todo debe esperarse. Durante
el curso de su preciosa vida, todo respiraba en él compasión, indulgencia y
conmiseración de las aflicciones ajenas. Parece que el Señor, que es admirable
en sus santos, crio y levantó para sí este fiel siervo, con el fin de hacer
palpable a todas horas y en todas circunstancias, la bondad, la misericordia
infinita con que trata a los hombres; poniéndoles delante este modelo visible
de heroica compasión, esta alma pura y fiel depositaría de sus abundantes
misericordias. No hubo desgraciado a quien no consolara,
no hubo aflicción que no aliviara, ni hubo necesidades que no socorriera. Su
vida fue un ejercicio, un tejido continuo de estas virtudes admirables.
Hoy en los cielos es un protector seguro de los que con fe le
invocan. Todo
necesitado puede acurrir a él, con la seguridad de encontrarlo, tan bueno, tan
amable, tan compasivo como era en este mundo. Como por otra parte, la oración
constante y repetida, es medio más eficaz para alcanzar lo que se desea; se ha dispuesto esta Novena para invocar la intercesión
del Santo en varios días continuos, y solicitar particularmente su protección
nueve antes de su festividad, que es a 30 de Enero.
No
se nos prohíbe pedir las cosas temporales que no son contrarias a la salud de
nuestras almas; pero es indudable, que lo que con toda preferencia debemos
solicitar de la bondad de Dios, son los bienes
espirituales; los que nos enseñó Jesucristo a
pedir en el Padre nuestro. Con este fin se prescribe que se repita esta divina
oración tres veces en cada día de la Novena. Asimismo se repite igual número de
veces el Ave María, por ser la Virgen sacratísima, el conducto y canal por
donde descienden a los hombres las gracias del Señor.
Se
propone en cada día una lección sobre una de las virtudes del santo, para que
sirva de meditación, y con ella se encienda en el corazón el fuego de la
caridad, que mueva al alma a practicar esas mismas virtudes, según la capacidad
que Dios lo haya dado, y con el ejercicio de ellas, dé
al mismo Dios el honor y gloria que le dio el Beato SEBASTIÁN.
Es
de creer que ninguno de los fieles que quiera hacer esta Novena ignora que las
oraciones hechas en estado de pecado mortal son obras muertas; y que el que
quiera agradar a Dios y a sus Santos, y merecer ante su trono excelso la
liberalidad de sus misericordias, ha de estar en su gracia; y que ésta, cuando
se ha perdido, se recobra con la digna recepción de los Sacramentos. Así es que, la mejor disposición para hacer esta Novena, es
confesar y comulgar el primero y último día; y hacerlo alguno o algunos de los
días intermedios a discreción del confesor.
La Novena debe comenzar el 21 de Enero, pero se podrá hacer en cualquier
tiempo del año: no olvidando, que primera y
principalmente deben pedirse a Dios, por la intercesión del Beato SEBASTIÁN, las
gracias espirituales que conducen a la salud eterna, o a la perfección del alma
en el ejercicio de las virtudes, pues que buscando primero el reino de Dios, lo
demás lo dará su Majestad por añadidura; y si se solicitaren de Dios cosas
temporales, sea con sumisión absoluta a su voluntad sacrosanta, que siempre
quiere para nosotros lo mejor.
NOVENA EN
HONOR DEL GLORIOSO Y BIENAVENTURADO SEBASTIÁN VALFRÉ, PREPÓSITO DEL ORATORIO DE
SAN FELIPE NERI DE TURÍN
Por
la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠
enemigos, líbranos
Señor
✠ Dios
nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
¿Es posible, amado Redentor mío, que sufras en tu
presencia a esta criatura, vil y miserable por su depravada naturaleza, todavía
más vil y despreciable por la fealdad de sus culpas? ¡Oh!, bien
se conoce que eres Padre, y que a pesar del estado lastimoso a que me veo
reducido por mis pecados, no solo me permites llegar a tus pies, sino que me
ofreces en tu costado abierto, un asilo para mi seguridad y consuelo. ¿Todavía me ofreces el perdón, después de haberme hecho
sordo tantas veces a tus llamamientos? ¿Todavía muestras abiertas las puertas
de tu misericordia a quien siempre te ha cerrado las de su corazón? ¡Cuán admirable es tu clemencia! Eso mismo me
obliga a deplorar con amargo llanto mis culpas, arrepintiéndome de veras de
haberte ofendido, siendo como eres tan digno de ser amado, Perdona, Jesús mío,
perdona mis iniquidades; acoge mi dolor y mis lágrimas; acepta mi
arrepentimiento. Mayor es el precio de tus merecimientos y tu Sangre que la muchedumbre
de mis pecados. Lávalos con ella, para que de hoy en
adelante no vuelva a ofenderte, y emplee mi vida en amarte con ardor
proporcionado a lo mucho que me perdonas, y en la eternidad alabe tus
incomprensibles misericordias. Amén.
ORACIÓN QUE SE DICE
TODOS LOS DÍAS
Glorioso SEBASTIÁN,
carísimo protector mío, me tienes
postrado a tus pies, para rogarte que te dignes presentar ante el trono del
Altísimo mis humildes peticiones. Estoy plenamente persuadido de la grandeza de
tus méritos y del poder que tienes para con Dios; por lo mismo espero
confiadamente en que tu bondad me alcanzará favorable despacho. Vives ya en las
eternidades de la gloria, gozando el premio de tus heroicas virtudes; no te
olvides en medio de tanta bienaventuranza, de los muchos peligros, trabajos y
adversidades que rodean en este mundo a tus pobres hermanos. Dígnate, pues,
dichosísimo SEBASTIÁN, dirigirnos desde la
cumbre de tu gloria, una de aquellas muchas miradas de compasión y de ternura,
con que, viviendo en este mundo, enjugaste mil veces las lágrimas de los afligidos,
y derramaste en su seno el alivio y el consuelo. Alcánzanos
gracia, perseverancia, paz y salud. Alcánzanos la dilatación de la fe católica,
la conversión a ella de los herejes e infieles, la verdadera conversión de
todos los pecadores, el fervor y adelanto en las virtudes de las almas justas,
y el descanso eterno de las almas del Purgatorio. Amén.
DÍA PRIMERO – 21 DE ENERO.
DE LA FE DEL
BEATO SEBASTIÁN.
Es la Fe un acto
puramente interno: pero su perfección, fuerza y grandeza, es preciso que
produzca efectos exteriores y visibles. Los que
produjo la fuerte y viva Fe que animaba el grande espíritu de SEBASTIÁN, se conocen por
las fatigas continuas con que por muchos años se dedicó A enseñar la Doctrina
cristiana, a preservar a los católicos de la infección de la herejía, y a
reducir a los herejes al seno de la Iglesia. Por el espacio de cuarenta
años explicó la Doctrina cristiana en la iglesia de la Congregación; sin que la
hora inoportuna en que lo hacía, ni el calor excesivo de la estación, ni aún la
importunidad de los niños que le rodeaban, ni sus continuas enfermedades, ni su
muy avanzada edad, pudiesen arrancarlo de este ejercicio santo, que llamaba sus
delicias y su más dulce entretenimiento. Se aprovechaba de la reunión de
mendigos que ocurrían a la portería de la Congregación a pedir limosna, y
mientras se las distribuía, como en conversación amistosa les enseñaba alguna
oración, o el modo de recibir los santos Sacramentos, o algún artículo
principal de la santa Religión. Como los pobres de la ciudad lo amaban tanto,
luego que salía a la calle corrían a él de todas partes, y aprovechaba
inmediatamente la ocasión de instruirlos en los Misterios de la Fe, usando con
ellos de heroica paciencia: pero si iba de prisa, les preguntaba las señas de
sus casas, para, en estando desocupado, ir a ellas a llenar sus santos deseos.
Lo mismo hacía en las casas de niños expósitos, en los cuarteles, en los
presidios, en las cárceles, en los colegios y en los hospitales. En uno de ellos, testifica su director, que había
reunidos mil y quinientos pobres, y que el siervo de Dios se empeñó tanto en
instruirlos y doctrinarlos a todos, que logró por fruto el que muchos llegaran
a muy alto grado de virtud.
El año de 1710, un
Domingo del mes de Enero, en que le restaban muy pocos días de vida, luego que
acabó de explicar la Doctrina en la iglesia de la Congregación; partió inmediatamente a la ciudadela
de Turín, no obstante que se sentía un fría insoportable: reunidos sobre uno de los bastiones todos los presos, se
puso a explicarles la Doctrina, sin usar de ningún abrigo contra el aire
frigidísimo ni contra la nieve.
Con ocasión de
la guerra que desolaba el Piamonte, se reunieron en Turín tropas de católicos y
protestantes: inmediatamente se explicó el
celo del Beato SEBASTIÁN alcanzando del gran Duque de Saboya, que mandase a las
tropas compuestas de protestantes que no profanasen las iglesias, que no
pervirtiesen a los católicos, y que tratasen con el debido respeto a los
eclesiásticos. Alcanzó igualmente, que en los regimientos católicos se
pusiesen capellanes sabios y virtuosos, que con su ejemplo y predicación los
fortificasen en la Fe y los preservasen del contagio. Cuando supo que algunos
de los herejes andaban por las casas sembrando sus errores, los desafió desde
el pulpito diciéndoles: «En vez de andar disputando en vuestras conversaciones
con las mujeres, venid a mí, que con el auxilio de Dios yo sabré responderos». Tres de los principales de ellos admitieron el
desafío y se dirigieron a él muy bien prevenidos de razones y argumentos: los
recibió con toda urbanidad y comenzó la disputa con el primero, que hallándose
concluido sin tener que replicar ni que responder, se vio obligado a callar; y
continuó la cuestión con el otro que corrió igual suerte y lo mismo el tercero.
Fueron innumerables los que de esta manera logró
reducir a la Religión Católica.
Su celo también logró
convertir a dos famosos apóstatas y a muchos judíos, entre los cuales se hizo
célebre la conversión de una mujer, que ya catequizada, no quiso recibir el
Bautismo, y con sentimiento general se volvió a la Sinagoga. Luego que lo supo el Beato SEBASTIÁN, fue al
lugar de su morada, y le pidió con mucha dulzura que rezase en su compañía el
Padre nuestro; concluido que fue, le preguntó si quería hacerse cristiana, y le
respondió que sí con mucho gusto, y sin más resistencia recibió el Bautismo. Si eres
padre de familia, aprende el modo de cumplir exactamente con la estrecha
obligación que tienes de doctrinar a tus hijos y domésticos; si no lo eres,
aprende a ejercitar una obra de tan grande misericordia, cuando se te presentare
la ocasión.
—Se rezan
tres Padre nuestros y tres Ave Marías con Gloria Patri.
ORACIÓN
Señor Dios,
fidelísimo en tus promesas, que has premiado con
gloria inefable la heroica Fe de tu siervo SEBASTIÁN: concédenos
por su intercesión y méritos, el aumento y firmeza de la Fe a que nos has
llamado, su triunfo contra los enemigos que la combaten, y su extensión entre
las gentes que no te conocen. Hazlo así por los merecimientos de nuestro Señor
Jesucristo, que contigo y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACIÓN A SANTA MARÍA
Virgen Santísima MARÍA, Madre tierna, y amante protectora de tu
fidelísimo hijo SEBASTIÁN, que jamás se puso al confesonario,
jamás salió a la calle ni recibió un novicio, ni emprendió cosa alguna sin
encomendarse a ti de todo corazón, como asiento y Madre de la sabiduría
increada: dígnate recibir de su mano nuestras preces y oraciones, y presentarlas
ante el acatamiento del Altísimo, para recabar de allí las gracias y mercedes
que te pedimos. Favorécenos en vida y en muerte. Alcánzanos
las gracias que necesitamos para vivir santamente, sin apartarnos un punto de
los caminos del Señor. Alcánzanos, que seamos perfectos imitadores de la viva
fe, de la fortísima esperanza, de la encendida caridad, de todas las virtudes
de tu glorioso hijo SEBASTIÁN, para que algún día con él alabemos y bendigamos
eternamente tus piedades y misericordias. Amén.
℣.
Ruega por nosotros, bienaventurado Sebastián.
℞.
Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
ORACIÓN
Concédenos te
suplicamos, oh Señor, que, así como suscitaste admirablemente a tu
Confesor el bienaventurado Sebastián para la salvación de muchos, podamos
también perseverar en tu amor, para socorrer a las almas. Por Jesucristo
Nuestro Señor. Amén.
En el
nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
DÍA SEGUNDO – 22 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
ESPERANZA
Y CONFIANZA QUE TUVO EN DIOS EL BEATO SEBASTIÁN
En medio de
tanto como emprendió en su larga vida, este gran siervo de Dios por la
salvación de las almas, jamás pudo acobardarse por ninguna clase de obstáculos
que se le interpusiesen; porque estaba
vivamente animado de la esperanza y confianza más firme de que Dios siempre le
ayudaba. Subiendo en una ocasión una escalera muy larga y muy incómoda
para confesar un enfermo, le compadecían algunos, viendo el trabajo que esto le
costaba por su mucha ancianidad; mas él les respondió con semblante risueño y
sereno: «No
me compadezcáis, porque no me da pena tener que subir a esa altura, cuando
algún día, por la misericordia de Dios, espero subir otra escala más alta que
llega hasta el Paraíso». Otra vez
en que un pariente suyo se alegraba de verlo tan honrado y tan estimado en
Turín, le respondió sencillamente: «Créeme, nada de eso me mueve, porque tengo mis ojos
puestos únicamente en la gloria y honor del Paraíso, el cual he de conseguir
algún día por la gran misericordia de Dios».
Pero lo más
admirable y digno de ponderación es que esta vivísima y bien fundada esperanza,
que jamás le faltó en su vida, estuvo acompañada de un profundo temor de los
juicios divinos, cuya consideración lo llenaba alguna vez de angustias
inexplicables. Venían acompañadas de una profunda oscuridad interior de
que no podía salir, y la pena llegaba hasta estorbarle la respiración. Decía
que habría dado un mundo entero por un poco de luz en tales lances para conocer
cuál era la voluntad divina; mas no hallaba consuelo alguno en el interior. Ni
podía encontrarlo exteriormente, pues no tenía con quién aconsejarse, a causa
de que el enorme peso de esta cruz no lo conoce sino quien lo ha experimentado.
Suspiraba, gemía en medio de este desamparo y desolación inexplicables, y cuando
se creía abandonado de Dios para siempre, era precisamente al tiempo mismo en
que su interior estaba conformándose perfectamente con la voluntad Divina
desechando el consuelo de las criaturas, y esperándolo única y solamente de
Dios; y este era el sentimiento y afecto que le
acompañaba constantemente en medio de esas horribles batallas y sugestiones de
los espíritus infernales. Prueba inequívoca de la estrechísima unión de
su santa alma con el autor de la santidad; y prueba inequívoca de su generosa y
bien fundada confianza. No le duró poco esta
terrible aflicción, pues le atormentó de cuando en cuando por el espacio de
cuarenta años; y a tanto llegó la grandeza de su pena, que por dos veces le
causó una grave enfermedad. En una de ellas, observó el padre enfermero
que estaba a su lado, que, contra su inalterable modestia y sufrimiento, daba
algunas señales de estar padeciendo algún grave trabajo. No pudiendo atribuirlo
a la enfermedad, porque esas siempre las sufría sin proferir una sola queja,
creyó que era, sin duda, efecto de alguna interior angustia; y así en un día de
su convalecencia, le preguntó de dónde procedían la agitación y los suspiros
que le había observado; el siervo de Dios por complacerlo, le respondió: «La causa de mis
inquietudes era que me hallaba interiormente oprimido con el peso de la
eternidad y del espanto que me causaba la cuenta que debo dar a Dios de mi vida». En la otra ocasión, dijo: «Los médicos no conocen de donde nace mi
enfermedad, procede del pensamiento de que tengo que dar cuenta a Dios. Ahora
que me estoy encomendando a la Virgen Santísima y al Patriarca San José,
abogado de la buena muerte, estoy ya tranquilo, y voy aliviándome
notoriamente». Estamos mirando repetirse los terrores de San
Jerónimo, al oír la voz omnipotente que lo llamaba a juicio. Y ¿cómo nos
estamos tan serenos y tranquilos, viendo temblar a una columna de la Iglesia, y
viendo angustiarse hasta caer gravemente enfermo por el temor del juicio de
Dios, al puro, al inocente, al angelical VALFRÉ?
Nunca dio a
conocer en el exterior la agudeza y fuerza de sus tormentos. En medio de
ellos conservó siempre su conversación y trato amables, y un rostro apacible y
risueño; tanto, que al verlo en una de las enfermedades antes dichas un
respetable eclesiástico que fue a visitarlo, no pudo contenerse y exclamó: «¡He aquí la
cara de un predestinado!». En
esto se conoce, que en tan rudos encuentros siempre fue vencedor y no vencido,
y que Dios lo puso en medio de tan crueles batallas para hacerlo merecer mucho,
y elevarlo a muy alto grado de perfección. Por lo mismo fue heroica su
confianza, porque fue probada con fortísimas pruebas.
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Dios y Señor nuestro, cuyos juicios son
inescrutables: atraviesa nuestras almas con el dardo de tu santo temor, y por la
intercesión del Beato SEBASTIÁN haz que
no nos apartemos en esta vida de las sendas de tu justicia, para que, llegando
su término, te demos cuenta fiel de los talentos que nos concediste. Hazlo por
tu Hijo Jesucristo, que en unión tuya y del Espíritu Santo, vive y reina por
todos los siglos. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA TERCERO – 23 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
AMOR A
DIOS Y DEVOCIÓN DEL BEATO SEBASTIÁN
El fuego de la
caridad en que ardía el corazón del Beato
SEBASTIÁN se manifestaba con signos
vehementes, como en su glorioso Padre San Felipe Neri. Tenía, como él,
que desabotonarse el pecho, para refrigerar el calor que le abrasaba. Otras
veces caía como desmayado, a la violencia dulce del deliquio que padecía. Algunas veces se le veían centellear los ojos como dos
estrellas: y muchas derramaba, hablando de
Dios, un torrente de lágrimas, que en vano procuraba contener u ocultar. Le
fastidiaba todo lo que le divertía y apartaba el pensamiento de Dios: le daba
horror oír hablar de festines y convites: sentía que entre gente espiritual se
olvidase alguna vez el negocio de la perfección: frecuentemente repetía: «¡Oh Dios mío!
¡Ha de llegar el día que yo sea todo tuyo por puro amor!». También decía: «Nada, nada del mundo me importa: ni la
pérdida de mis padres, que es lo que más amo, ni la pérdida de los bienes, ni
de la vida, ni de nada; solo una cosa me atormenta, y es ver una ofensa de
Dios».
Le fué a comunicar una
vez el P. Agustín Ainesio, de nuestra Congregación, un gran trabajo que mucho
le atormentaba; y
oídolo con gran paz, le respondió: «En eso no hay pecado. El pecado es el único verdadero
mal; todo lo demás importa nada». ¡Sentencia digna
de un Santo, que debemos grabar profundamente en nuestros corazones! Cuando
alguna vez oía alguna palabra, u observaba alguna acción que era ofensa de
Dios, se le encendía el rostro, sin poder disimular el horror y la pena de que
estaba lleno. Otra vez llegó esa angustia mortal (como
él la llamó) a postrarlo enfermo en cama, y en
términos tales, que él mismo aseguró que no podía ser curado si primero no se
tranquilizaba su corazón que estaba profundamente herido. La causa de su mal era haber sabido ciertos desórdenes de
una comunidad del Piamonte.
Aborrecía de muerte el
pecado venial, y procuraba con todas sus fuerzas que todo el mundo lo
aborreciera. Habiéndole dicho una mentira un sobrino suyo, le amonestó en
términos muy fuertes, y le intimó que, si caía otra vez en semejante culpa, no
volviese a poner un pie en su cuarto. De
la misma manera aborrecía la tibieza; era gran maestro en conocerla y
corregirla. Grande fue su devoción al Señor
Sacramentado, a la Pasión del Señor, a la Virgen Santísima, a los Ángeles y
Santos. Todas las mañanas hacia una larga visita al Santísimo
Sacramento, y si se lo estorbaba alguna ocupación, la hacía al entrar y salir
de casa, después de comer y después de cenar. Todos los días iba a donde estaba
expuesto, por razón de la indulgencia de las cuarenta horas; y se adscribió a la Cofradía de Veladores del Santísimo,
escogiendo para sí las horas más incómodas, e hizo que se asentasen en ella
muchas personas respetables.
No es fácil describir
la majestad, la decencia, la ternura y el decoro con que administraba a los
fieles la sagrada comunión. La
más leve desatención o irreverencia lo conmovía y disgustaba sobre manera. Todo lo que pertenece a tan augusto Sacramento, quería
que fuese muy limpio y decente. Tanto era su respeto al Templo, que
recibiendo en él una vez a la gran Duquesa su soberana, después de darle el
agua bendita, quiso ella decirle alguna cosa; pero el Beato se quedó como una
estatua, sin responderla una palabra. Tampoco puede describirse su devoción,
decoro y compostura al celebrar el santo Sacrificio de la Misa, al dar gracias
después de celebrado, y al ayudarla; lo que hacía cuando sus ocupaciones se lo
permitían. En las Misas de Semana Santa, al leer la
Sagrada Pasión del Señor, era tanto lo que lloraba y suspiraba, que a cada paso
tenía que interrumpir la lectura.
Lo mismo que N. Padre
San Felipe Neri, tenía a la Virgen Santísima por la primera fundadora del
Oratorio. La
invocaba en todo negocio y en todo instante, la pedía licencia al salir de su
cuarto, y si salía a la calle, besaba el pie de una santa Imagen que estaba al
término de la escalera, de modo que con el tiempo llegó a despintarla. En todos
sus sermones concluía exhortando a los fieles a la más tierna devoción hacia
esta amabilísima Señora. Lo mismo recomendaba a los novicios y a sus
penitentes. Se preparaba siempre a la celebración de sus festividades con
singular fervor, penitencias y oraciones. De la
misma manera explicaba su tiernísima devoción hacia su glorioso Padre San Felipe,
al Ángel Santo de su guarda, y a otros varios Santos. Imitémosle.
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Dios y Señor nuestro, eterno amor y eterna
caridad: dígnate ver con ojos propicios
nuestra flaqueza, y por la intercesión de tu amante siervo el Bienaventurado
SEBASTIÁN, haz descender sobre nosotros el Espíritu de
tu amor, para que, abrasados por él durante nuestra peregrinación en el mundo,
gocemos de ti en la eterna bienaventuranza. Por nuestro Señor Jesucristo, que
contigo vive y reina en unidad del mismo Espíritu Santo, por los siglos de los
siglos. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA CUARTO – 24 DE
ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
DE LA ORACIÓN DEL BEATO SEBASTIÁN
Todo el tiempo que no
estaba dedicado el Beato SEBASTIÁN al servicio del prójimo, lo empleaba, como su Padre San Felipe,
en oración continua. Nunca
faltó al ejercicio diario de Oración que se tiene públicamente en el Oratorio. Si al acercarse la hora se hallaba fuera de casa, ni la más
deshecha lluvia, ni la nieve, ni cosa alguna lo detenía para volverse al
Oratorio. Siempre se admiró en él que ni al fin de su avanzada edad, ni cuando
estaba molestado de sus achaques, se dispensó jamás de estar de rodillas todo
el tiempo de la Oración, siendo así que podía sentarse o apoyarse: más fue condescendiente con los demás en este punto, pero
nunca consigo mismo. Cuando estaba enfermo, que no podía moverse de la
cama, hacía que se leyera el punto de la Meditación, y pedía que le dejaran
solo. Pero alguna vez el padre enfermero quedaba
allí cerca, y le oía desahogar su amante corazón en la presencia del Señor con
fervorosos afectos, que, no conteniéndose en el silencio del interior, los
explicaba con suspiros y con palabras llenas de fuego.
Cada año interrumpía
sus incesantes fatigas, y se retiraba a hacer los Ejercicios espirituales de
San Ignacio. Deseaba
que todo el mundo hiciese lo mismo; y era de opinión que las personas que viven
en comunidad los hiciesen de manera, que fueran hermanados con sus mismas
ocupaciones y oficios ordinarios; mas guardando un rigoroso silencio, porque,
añadía «de
este modo no se carga nadie con el oficio ajeno, y cada uno aprende a
desempeñar el suyo con silencio y santo recogimiento».
Era tan estrecha la
unión de su alma para con Dios, que en todas sus acciones se conocía con
claridad que andaba interiormente embriagado en el suavísimo vino de su
abrasado amor: y
Dios, como ya se ha dicho, entretejía estas dulzuras con la fortísima prueba de
la desolación, del desamparo y del terror que le producía la memoria del juicio
divino. Todos los días sucedía que, andando en las calles de Turín, como N.
Padre San Felipe en las de Roma, iba tan absorto en
Dios, que le saludaban y no advertía, ni correspondía al saludo, si el
compañero no se lo avisaba.
Con mucha frecuencia estaba repitiendo: «Alabado sea
Dios»; y compendiando en breve
los actos de las Virtudes Teologales, decía incesantemente: «Creo en ti,
Dios mío, en ti espero y te amo». Otras veces no podía contenerse, y
gritaba: «¡Oh
amor, amor! ¡Oh amado mío: cuándo llegará el día en que, rotos estos lazos,
vuele a unirme contigo, único bien mío!».
Siempre rezó de
rodillas el Oficio Divino, y por lo común en la iglesia ante el altar del
Santísimo Sacramento. A
todos los sacerdotes aconsejaba que hicieran lo mismo, y decía que, si por
necesidad lo tenían que rezar sentados o con la cabeza cubierta, lo hiciesen
donde ninguno los viera. Del mismo modo quería que
se rezaran cualesquiera otras oraciones, que, como San Felipe Neri, aconsejaba
que fueran pocas, pero bien rezadas.
Era tan continuo en la
lección espiritual como en la oración; y para ella aprovechaba cuanto tiempo
tenía: bien en la iglesia, en el confesionario, en el aposento de noche,
ahora sano o enfermo. Los
libros que prefería, eran los Ejercicios de Perfección, de San Alonso
Rodríguez; después las vidas de los santos, y entre ellas, en primer lugar, la
de San Felipe Neri, la de San Carlos Borromeo y de San Francisco de Sales.
Estos libros leía y releía muchas veces, desaprobando la devoradora lectura de
muchos libros porque decía que esto «no es más que curiosidad y no devoción».
Fue muy poderosa su
oración ante Dios: se puede decir que alcanzó de su Majestad cuanto pidió. Había un sujeto contraído una
ilícita amistad, de que nadie pudo arrancarlo; parientes, amigos, correcciones,
todo era inútil. Se ocurrió por último recurso al Beato, rogándole que orara
por él. Apenas acababa su oración SEBASTIÁN, cuando aquel
miserable se sintió cambiado súbitamente, y lleno de horror por la gravedad de
su culpa, abandonó su infame amistad. Pidámosle encarecidamente que
ruegue por nosotros, para que salgamos de nuestros vicios y aprendamos las
virtudes.
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Dios de toda piedad, que pusiste tanta eficacia en
las oraciones de tu siervo; haz que, favorecidos por ellas ante la
Majestad de tu trono, alcancemos las gracias que están prometidas a los oran que
y piden sin intermisión y sin descanso. Hazlo, por Jesucristo nuestro Señor,
que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA QUINTO – 25 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
AMOR QUE TUVO AL PRÓJIMO EL BEATO SEBASTIÁN
Es muy sabido que el amor de Dios y del prójimo están
estrechamente unidos entre sí. Cuánto
sería el amor que tuvo a Dios el Beato SEBASTIÁN, cuando
su amor al prójimo fue tan constante, tan universal, tan heroico, que sin
ninguna exageración puede decirse, que nunca este
Santo hombre vivió para sí; y vivió ochenta y un años; sino que siempre,
siempre vivió para sus prójimos. Misericordia, benevolencia, compasión,
ternura, afabilidad, indulgencia, cuantos afectos produce en el alma el amor, tanto ejercitó a todas horas y en todo instante, en un
grado sublime y altamente, ennoblecido por el espíritu que animaba esos
afectos, y era el honor, la gloria, el amor de Dios, y la salvación de las
almas.
Apenas hubo pecador, por duro y obstinado que fuera, que pudiera
resistir a su dulzura, a sus cariñosos modales, y a sus inflamadas
exhortaciones. No
faltaron personas que quisieron engañarlo, fingiéndose convertidas para
aprovecharse de sus limosnas: pero aun descubriendo
esta maldad, no se irritó jamás, ni se dio por vencido, trabajando en ganarlas
de veras a Dios por todos los modos posibles. Una vez sola se le vio
dejar a un lado la dulzura, y aplicar un castigo públicamente. Fue el caso, que
atravesando una calle donde estaba un hombre que tenía la horrenda costumbre de
blasfemar, por la cual ya se le había amonestado y corregido, le oyó que en
aquel acto estaba profiriendo detestables blasfemias, y movido de un particular
espíritu, horrorizado, y conmovida su alma purísima y amantísima de Dios, de
aquel escandaloso ultraje que se le hacía, se acercó al blasfemo y le dio una
fuerte bofetada. Aquel hombre de un natural soberbio y de brutales y feroces
costumbres, contra la expectativa general, quedó hecho un cordero, sin proferir
una sola palabra, y lo principal y más admirable, quedó para siempre corregido
de su horrible impiedad. Prueba inequívoca de que
en esa acción fue el Beato movido por un singular espíritu.
Este mismo espíritu, el gran respeto que se tenía a su elevada
santidad, y el fuego del honor de Dios que abrasaba y consumía sus entrañas, le
hacían introducirse frecuentemente en las casas de gente disoluta y libertina,
yendo siempre acompañado; y
hallándose en medio de aquellas deshonestas reuniones, les afeaba con tanto
celo y fervor la gravedad de sus culpas y las ofensas que allí cometían contra
Dios, que avergonzados y confusos se salían los concurrentes, comprometiéndose
algunos a ocurrir a él en la iglesia de la Congregación, para que los
confesase. A las mujeres hacía recibir en algún recogimiento, donde con gran
dulzura y suavidad, las hacía abrazar el camino de la penitencia,
sosteniéndolas en lo temporal, y dotando algunas de ellas para que se colocasen
en el estado del matrimonio. De esta manera sacó del
cieno de los vicios más de doscientas.
En el año de 1776, en que estuvo sitiado Turín, como había sido
menester encerrar en la ciudad gran número de tropas, se colocó a muchos
soldados en los portales de la plaza de San Carlos, donde unos dormían al
descubierto y otros dentro de carros, por no haber ya otro lugar en qué
recogerlos. Había
entre ellos varias mujeres, por lo que el celo del siervo de Dios encontró
desde luego mucho en qué ejercitarse, rondando principalmente de noche aquellos
portales, por quitar la ocasión de los pecados con sus consejos, con sus
providencias y con su presencia, que era tan respetable, que hacía temblar a
los mayores malvados, y enmudecía a los más atrevidos. Nadie
se resistió, todos le obedecieron en el largo tiempo que duró en este afán.
Era tanto el respeto que generalmente se le profesaba, que sabiendo que había
un convite poco honesto, en una casuca cerca de la parroquia de San Eusebio, se
dirigió a ella, y llegando a la puerta exclamó en alta voz: «¿Qué se hace
aquí?». La respuesta fue salirse
cuantos allí estaban. Entonces él mismo echó llave a la puerta, y se la llevó
consigo, sin que nadie se la pidiese, ni ocupase la casa por mucho tiempo. Se le llegó a llamar el perseguidor de los pecados, y
para extirparlos, buscaba quien le ayudase en sus apostólicas fatigas, y
exhortaba vivamente a los sacerdotes a que se dedicasen al confesonario, donde
él se hallaba a todas horas. Vencidas grandes
dificultades fundó en Ferrara una Congregación de Misioneros de San Vicente de
Paúl, aplicando a esto parte de los bienes de la Marquesa de Villa, que lo dejó
por su albacea.
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Dios infinitamente bueno, que
así amaste al mundo, que entregaste por él a la muerte a tu muy amado
Unigénito: haz, por los méritos de tu Venerable siervo
SEBASTIÁN, que, vencidas nuestras malas inclinaciones,
nos amemos unos a otros con caridad ardiente y sincera. Te lo rogamos por tu
mismo Unigénito Hijo, que contigo y el Espíritu Santo vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA SEXTO – 26 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
EXTRAORDINARIA SOLICITUD DEL BEATO SEBASTIÁN EN LA ASISTENCIA
ESPIRITUAL DE LOS ENFERMOS, Y EL SOCORRO DE LOS POBRES
«¿De qué
aprovecha, decía,
que estemos
prontos a servir a nuestros prójimos, confesándolos o doctrinándolos en el
pulpito, si les faltamos con nuestros auxilios en el muy peligroso trance de la
muerte?». Partiendo de este
principio, jamás pudo cosa alguna, consideración
ninguna, detenerlo ni desalentarlo en la asistencia de los enfermos y
moribundos. Contra todas las razones de la falsa prudencia, contra todas
las molestias e incomodidades del tiempo, de su edad o de sus achaques, les
visitaba con frecuencia, los disponía suave y amorosamente a recibir los
Sacramentos, los exhortaba eficazmente a la resignación y conformidad, y aún velaba
muchas noches continuas a su cabecera, sin enfado, sin asco de la suciedad y
pobreza de los enfermos, y sin proferir una sola queja. El hermano Andrés
Robbioni, que fue muchos años portero de la Congregación, atestigua: que en cualquiera hora del día o de la noche en que se le
llamara para un enfermo, lo encontró siempre prontísimo a salir; y varias veces
sucedió, que, habiendo salido a medianoche, apenas estaba de vuelta en casa,
cuando volvían a llamarle, y con su inalterable paz y prontitud acostumbrada,
salía inmediatamente. Durante el sitio que sufrió Turín por el ejército
francés, se le vio todos los días o en el hospital militar confesando a los
heridos, o en los baluartes, corriendo al primer grito que oía, y precisamente
se le veía ocurrir a los puntos a donde más se dirigían las baterías enemigas, y allí, en medio de un diluvio de balas, asistía a cuantos
caían víctimas del furor de la guerra, exhortándoles a la contrición y
penitencia.
Igual caridad y asistencia la debían los ajusticiados. Muchos fueron los que confesó y
acompañó hasta el patíbulo; y no fueron pocos los que, obstinados e
impenitentes, le hicieron redoblar sus esfuerzos y cuidados para reducirlos,
como efectivamente los redujo a la penitencia, de un modo admirable. Varias
personas se habían fatigado toda una noche inútilmente en ablandar a uno de
estos desgraciados; perdidas del todo las esperanzas, ya al amanecer, se
ocurrió al Beato SEBASTIÁN como último recurso:
el que fue a llamarle, apenas llegó a la puerta de su aposento, cuando oyó que
de dentro le decía: «voy inmediatamente a confesarlo»; quedando sorprendido de que, sin verlo, ni haber oído su
mensaje, le respondiera. Llegado al calabozo pidió a los presentes que con
él rezasen ciertas oraciones para alcanzar de Dios la conversión de aquel
miserable: apenas habían comenzado, cuando lleno de
compunción y arrepentimiento, empezó a gritar que quería confesarse y morir
como cristiano.
Yendo una vez acompañado de un Cura, paró repentinamente en la
puerta de una casa, y con vivas instancias le hizo que subiera al último piso: lo verificó,
encontrándose en él a una pobre mujer en agonía, acostada sobre la paja, y del
todo desamparada. Comenzó
a ejercer con ella su sagrado ministerio, la absolvió y recomendó el alma y la
vio espirar plácidamente. A un Padre de la Congregación hizo salir después de
la media noche, sin que nadie le llamara, mandándole solamente que se fuese de
largo por una extensa y muy poblada calle: lo hizo así, y habiendo casi andado
toda sin encontrar a nadie, vio de repente abrir una puerta y salir una mujer
que le dijo llena de dolor que su marido acababa de accidentarse y salía por un
confesor. Encontró en efecto al hombre agonizando,
que al verlo se reanimó, y espiró después de haberle confesado.
Se hallaba en Turín un personaje Alemán, enviado de su corte,
por un motivo de etiqueta: enfermó
de fiebre, y en una de las noches en que no aparecía signo alguno de muerte, se
reunieron en una pieza todos los que le asistían para tomar descanso, y siendo
medianoche, y estando cerradas todas las puertas del palacio, se les presentó
repentinamente el BEATO preguntando por el
enfermo. Llevado a su estancia, se detuvo con él hasta la madrugada, en que se
retiró sin decir una palabra. Ocurrieron los domésticos y encontraron ya muerto
al Conde: antes habían tenido cuidado de registrar
las puertas, y todas las hallaron cerradas.
Estaban otra vez dos sacerdotes auxiliando a una moribunda, y
rezando ya el De profúndis, por creerla muerta, entró el BEATO y acercándose a ella
le puso la mano en la cabeza, llamándola dos veces. Abrió entonces los ojos y con voz
espantosa exclamó: «Iba a ser condenada por no haber habido quien me
sugiriera un acto de contrición»; y mirando al
BEATO, continuó: «¡Ah Padre! En el punto de mi muerte, cuando creía con
seguridad que iba a salvarme, Dios me ha mostrado que me habría condenado por
la soberbia». Iba a decir más; pero el BEATO no la dejó proseguir, amonestándola
paternalmente al arrepentimiento de sus culpas.
Cuando era tan niño que apenas puede decirse que le alumbraba la
razón, mostró un amor extraordinario a los pobres. No habiendo en su casa que darles,
se ponía a llorar lastimosamente, hasta que conmovidos los vecinos iban a
informarse de la causa de su llanto, y sabida, les daban la limosna que él no
había podido darles. ¿Qué se debía esperar de él en su mayor edad, cuando tan
temprano había despertado en su alma la misericordia? Así fue, que
siendo pobre toda su vida, repartió sin embargo en limosnas un millón
seiscientos cincuenta mil francos, de la moneda que hoy corre en Turín. Si le
faltaba con qué socorrer la necesidad que tenía a la vista, se le oprimía el
corazón con dolor tan vehemente, que suspirando y con las lágrimas en los ojos,
ocurría primero a Dios y después a los ricos, para obtener el socorro que
necesitaba. Solicitaba dinero para las comunidades
pobres, como lo hizo para los ermitaños de San Agustín. Era el continuo
limosnero del Hospicio de la Caridad, para el que andaba solicitando los
socorros del soberano de Turín y de los ricos. Puso
maestros que enseñaran a leer y escribir a los muchos pobres que allí se
encierran; y tanto bien les hacía, que cuando tuvieron la noticia de su muerte,
honraron su santa memoria con un llanto general, y con demostraciones de
profundo sentimiento.
Sabiendo que, en el hospital de San Juan Bautista, por dar lugar
a nuevos enfermos se despedían otros a media convalecencia, lo que hacía que
recayeran en sus males y murieran, logró con parte de los bienes de la
testamentaría de la marquesa de Villa, que se les destinaran veinte camas, y
cuatro más para los incurables. Tenía
en su aposento toda clase de ropa y comestibles, que ordinariamente repartía y
hacía que otros repartieran. Llegó una vez a tener
en su rededor tres mil pobres, a todos los que distribuyó un regular socorro de
pan y dinero.
Si sucedía que en medio de tanto bullicio y tantas atenciones (entre las cuales siempre conservó
su celestial y admirable tranquilidad) se le pasase
algún pobre sin socorrerle, y de ello se acordaba estando ya de noche en la
cama, se levantaba inmediatamente a corregir su olvido. Una vez, siendo
ya de cerca de ochenta años, se quitó su vestido en medio del frío más
rigoroso, para darlo a un pobre casi desnudo que fue a pedirle limosna. Otra
vez se echó a cuestas y llevó a una casa a un mendigo tan sucio y asqueroso, que
no podía verse sin basca. A los presos y presidarios, gente feroz y desalmada,
dominó tanto a fuerza de beneficios, que lo amaban y respetaban como a su
Padre. Muchos, ganó para Dios, conservándose
después muy honrados y buenos cristianos. A los artesanos pobres
compraba carísimos sus efectos, sin haberlos menester, solo por socorrerlos, y les daba la comida en las fiestas principales del año,
para que no tuvieran necesidad de trabajar en ellas.
Andaba siempre buscando protectores entre los ricos y señores de
la corte para los forasteros que venían a ella por sus negocios, para que así
sufrieran y gastaran menos. Socorría
con profusión a los pobres vergonzantes; y sabiendo una vez que una joven de
familia muy noble, reducida a un estado miserable, había tenido una caída
vergonzosa, lleno del más profundo dolor ocurrió a un hombre caritativo, que le
dio mil escudos, que sirvieron para casarla, y llegó a ser espejo y ejemplar de
madres de familia. Hallándose una ocasión muy afligido porque nada tenía que
dar a una multitud de pobres que le esperaba, le trajo un ángel, en forma
visible, un talego lleno de oro: esto no sucedió
solamente una vez.
En otra semejante aflicción ocurrió al altar de N. Padre San
Felipe, para pedirle con qué socorrer tanto pobre que le cercaba, y volviendo
al aposento, que había dejado cerrado, halló puesto sobre la mesa el dinero que
necesitaba. Dios
le revelaba frecuentemente las necesidades para que las remediara, y entre los
varios casos sucedidos, es notable el siguiente. Una joven de diez y seis años
tuvo la desgracia de casarse con el hombre más brutal y celoso del mundo: la
sacó del poblado, y la llevó a vivir a una choza en medio del campo a poca
distancia de Turín. Allí la tenía todo el día encerrada, sin darle más que un
poco de pan, y ¡cosa
inaudita!, tan escasa ración de
agua, que apenas podía aquietar la sed. Un año llevaba de esta bárbara prisión,
cuando se determinó a quejarse. Lo hizo llorando y rogando a su marido con toda
dulzura que le diese otro trato menos duro: pero aquel bruto correspondió su
humildad con injurias y golpes, tales, que la dejó casi al perder un ojo. Se
marchó en seguida, sin darle ni un mendrugo de pan, y dejándola encerrada como
siempre. Quedó aquella infeliz anegada en llanto, luchando con el tormento de
mil encontradas pasiones, y sufriendo cruelísimas angustias. Sentíase ya, en
medio de tanta aflicción, tentada a quitarse la vida; cuando,
de repente se abre la puerta y se le presenta el BEATO SEBASTIÁN, a quien no conocía.
Un poco se alegró al principio, mirando aquel rostro de ángel; pero la memoria
de su terrible verdugo la aterra inmediatamente, y suplica al SANTO que se
retire. Mas éste le inspira confianza, la consuela
y exhorta a continuar sufriendo todavía su pesada cruz con resignación y
paciencia; le sana el ojo, le deja pan, vino y otros manjares, y se despide,
quedando cerrada la puerta como lo había estado. Viene al día siguiente
el marido, y como en vez de encontrarla muerta de hambre, halla los restos de
la comida, la embiste con furor de demonio y la habría quitado la vida si Dios,
protector de la inocencia, no hubiera llevado allí segunda vez al BEATO, que abriendo milagrosamente la puerta como
en el día anterior, lanza una mirada terrible sobre el asesino, le echa en cara
su brutalidad, y le reprende sus maldades con tanta energía, que aquel oso
salvaje cambiado en cordero, se arroja a sus pies;
y mirándolo entonces el SANTO con su ordinaria dulzura, lo levanta, lo abraza, y lo
cambia de modo, que en lo sucesivo vivió con su mujer en la mejor armonía y
conformidad.
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Dios, infinitamente bueno, protector seguro
de los afligidos y menesterosos: haz que imitemos las acciones
misericordiosas de tu glorioso siervo, para que podamos alcanzar misericordia
ante tus divinos ojos. Por Jesucristo nuestro Señor, que contigo y el Espíritu
Santo vive y reina por los siglos de los siglos.
Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA SÉPTIMO – 27 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
HUMILDAD Y OBEDIENCIA DEL BEATO SEBASTIÁN
Hemos visto la grande y merecida reputación que gozaba, y los
altos dones con que el Señor lo había enriquecido: pues esta alma inocente y siempre
pura, este fiel Sacerdote, este prodigio de caridad, de oración y de
misericordia; como digno hijo de San Felipe Neri, se juzgaba a sí mismo por un
gran malvado, por un vilísimo pecador, el ínfimo entre todos, indigno de vivir
en la Congregación del Oratorio. Oigamos lo que decía en una conferencia
espiritual: «¡Qué
concepto tan bajo debo tener de mí mismo! ¡Cómo debo humillarme profundamente
ante los inescrutables juicios de Dios! Nada soy a sus ojos, no he hecho ningún
bien; no he sido más que un hombre inclinado al mal; merecedor no más que del
infierno eterno. ¡Señor, ten misericordia de mí pecador! ¡Ten misericordia de
mí!».
Una vez estando enfermo, le dijo el médico que su salud
importaba a la Congregación. Herido
de estas palabras como de un rayo, todo conmovido y lleno de profundo dolor,
exclamó: «¡Qué
decís, Señor! ¿Yo, hombrecillo despreciable, necesario e importante a la
Congregación? No me ha menester. Si me echara fuera [lo que Dios por quien es
no permita] no sería extraño; pues no se me oculta, que no soy digno de estar
en ella».
Siempre ejercitó con gran gozo los oficios más viles. Cuando los nuestros mudaron su
habitación a la Parroquia de San Eusebio, SEBASTIÁN,
en unión de tres de los novicios, llevó en hombros un gran cuadro que
representaba a nuestro Padre San Felipe, atravesando con él las calles más
concurridas de la ciudad, y siendo el blanco de las burlas y risas de los
ociosos. Fue muy docto y gran literato en todo género de literatura: sin embargo,
fue mucho más modesto, pues encubrió siempre cuanto pudo su vasta erudición, y
solo habló en materias científicas por mandato de sus superiores. En tales
casos, solía de propósito echarse fuera del asunto, hablando de materias
incoherentes, para deslucirse con este artificio. En
muchos años predicó el Sermón de la festividad de su Santo, y siempre repitió
el mismo discurso, con las mismas palabras, y se llenaba de gozo cuando oía
sobre esto algunas burlas humillantes.
Siempre tenía en la boca su humilde nacimiento: Yo soy, decía muchas veces desde el
pulpito, «Yo
soy hijo de un pobre boyero, admitido por caridad entre los hijos de San
Felipe, y mis hermanos no son más que unos miserables campesinos». Con estos alegatos, se esforzó en renunciar la
Silla Arzobispal de Turín, donde se empeñó en sentarlo Víctor Amadeo, gran
duque de Saboya. Viendo que esto no bastaba, hizo traer a su hermano, y con los
mismos vestidos y de la misma manera con que venía de trabajar el campo lo
introdujo por todas las antecámaras y guardias del Palacio, hasta ponerlo en
presencia del soberano. «Ved aquí a uno de mis hermanos»; le dijo. «Decid y haced cuanto queráis, le respondió el gran
duque, pero habéis de ser Arzobispo de Turín». Si no lo fue, lo debió a las muchas y muy
fervientes oraciones que hizo a Dios para no serlo. A su propia madre no quiso
hablar, hasta verla vestida con su traje de aldeana. Continuamente
hablaba a sus penitentes, y a los Padres y Hermanos del Oratorio, acerca de
esta hermosísima virtud. Entre muchas de sus sentencias, repetía estas: «La señal más
cierta y segura de ser predestinados, es ser humildes. Nadie crea haber dado un
solo paso en el camino de la virtud, mientras no se repute a sí mismo por el
último de todos».
Siendo tan humilde, era preciso que fuera obedientísimo. En efecto, continuamente decía: «Va derecho al
cielo quien lleva el camino de la obediencia»; y sus obras iban del todo conformes con sus
palabras. Entre muchos casos, no permite la brevedad que se refiera más que el
siguiente. Había tenido siempre un vivísimo deseo de visitar a Roma, sus
famosos Santuarios, y principalmente el incorrupto cuerpo de nuestro Padre San
Felipe Neri: nunca se le había proporcionado el
viaje, por los graves negocios que le ocupaban siempre, bien de la
Congregación, del Arzobispo, del Soberano de Turín o del Nuncio Apostólico;
pero al fin llegó tan deseada ocasión, y habiendo obtenido el permiso de su
superior, que no solo se lo concedió con todo gusto, sino es que le dio varias comisiones
y encargos para la santa ciudad. Se despidió del Soberano, del Nuncio,
del Arzobispo, y de otros muchos personajes. Partió al lugar donde debía
embarcarse, acompañándole un Padre de la Congregación y muchos de sus devotos;
cuando al salir ya del puerto, se le puso en las manos un billete del Prepósito
en que le decía: «Que
al momento que lo leyera, se volviera a la Congregación, sin pensar más en el
viaje de Roma». Toma al instante
el manteo, salta de la barca, y dice: «Vamos a casa, que el viaje era muy hermoso, pero ya
concluyó».
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Señor de todas
las cosas, gloria de los humildes: haz que en todo obremos según tu
santa ley. Vístenos de humildad profunda, y haz que con pronta voluntad
imitemos la heroica obediencia de tu siervo SEBASTIÁN;
para que como él alcancemos algún día los
premios y coronas que tienes prometidos a los humildes. Te lo rogamos por
Jesucristo nuestro Señor, que contigo y el Espíritu Santo vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA OCTAVO – 28 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
FORTALEZA, PACIENCIA Y MANSEDUMBRE DEL BEATO SEBASTIÁN
Para emprender cosas tan arduas y difíciles como él emprendió en
beneficio de sus prójimos, se necesita superar grandes dificultades que nacen a
cada paso, se necesita una continuada lucha con mil géneros de obstáculos que
aterran inmediatamente al hombre débil y le hacen dejar la obra cuando apenas
la ha comenzado: se
necesita, por decirlo así, un alma de bronce
insensible e imperturbable: se necesita, en fin, haber recibido de Dios la virtud de la fortaleza. SEBASTIÁN la recibió en grado muy levantado y heroico; y sin
ella era imposible haber soportado una vida tan larga y tan fatigada como la
suya.
A su constancia y fortaleza se debe la subsistencia del Oratorio
en Turín. Tuvo
en su establecimiento graves contradicciones: sus fundadores entraron a una
casa estrecha y muy incómoda; y desde luego se desalentaron y fastidiaron, y
crecía cada vez más el desaliento y fastidio, porque a pesar de haber mudado
varias veces de habitación, no encontraban casa y templo, no ya buenos, pero
siquiera capaces de alojarlos y poder ejercer en ellos su sagrado ministerio,
con limpieza y decencia. Hubiera indefectiblemente
muerto la Congregación en su infancia, a no ser por el tesón y firmeza con que el BEATO alentaba y
sostenía los caídos espíritus de los Padres. Después
cogió el fruto de su constancia, dejando a la Congregación bien puesta y
afianzada.
Le encomendó el Arzobispo la reforma de uno de los principales
monasterios de la ciudad, en que se habían introducido desórdenes de mucha
consecuencia; y basta decir, que lo que hubo en ello que trabajar y sufrir,
necesitaba de todo un SEBASTIÁN.
Su heroica fortaleza y constancia le acompañaron hasta el último día de su
vida; la cual fue milagrosa a juicio de los que le
trataban familiarmente, pues que las noches en que no estaba al lado de algún
moribundo, las pasaba orando y estudiando. Ocupaba
todo el día en predicar, confesar, enseñar la doctrina cristiana y en toda
clase de obras de misericordia, sin faltar nunca a estas apostólicas tareas
hasta su muerte, y sin que por su avanzada edad o por sus achaques, creyera que
debía relajar algo el rigor de sus fatigas.
Fue mansísimo y pacientísimo en sufrir todo género de injurias; y no se crea que era por
temperamento frío, pues, al contrario, era de
natural tan vivo, que le costó diez y ocho años de lucha y trabajo vencer la
ira, hasta el punto de llegar a la más perfecta imperturbabilidad, en medio de
las mayores contradicciones e injurias. Una mañana le negó el sacristán
el ornamento que le pedía para celebrar misa. Siendo Prepósito y pudiendo
obligarlo a obedecer, no se inmutó en lo más pequeño; ni le respondió, sino
haciéndole entender que se sujetaba a su voluntad. El
sacristán, asombrado de tanta mansedumbre, se echó a sus pies pidiéndole
perdón. De la ventana de una casa donde le aborrecían de muerte, le
echaron una ocasión tan gran cantidad de inmundicias, que le bañaron de la
cabeza a los pies: sin alterar un punto la serenidad de su alma y la amabilidad
de su semblante, se volvió a casa, persuadiendo a su compañero, que aquello
había sido una inadvertencia. Distribuyendo frutas en la cárcel, algunos de los
presos, después de comerlas, le tiraban con los huesos a la cara. El sacerdote
que le acompañaba, indignado de una acción tan villana, le hacía instancias
para que salieran de allí; mas el BEATO le
contestó: «No,
no abandonemos a estos pobrecillos, que son hermanos de Jesucristo; disimulemos
para ganarlos, compadezcámoslos. ¡Pobres! me dan mucha compasión!». Espantado quedó el
sacerdote al oír estas palabras.
Ya se ha dicho cuanto bien hizo SEBASTIÁN al Hospicio de la Caridad, Sucedió una vez que estando rodeado
de muchos de sus dependientes, se le acercó el Director, y con palabras muy
duras le echó en cara, que por él había perdido la casa una gruesa limosna que
pensaba hacerle el soberano: entre
muchos improperios, le dijo que era un necio, ignorante, que se maravillaba de
que el rey depositara en él su confianza. Sin embargo, de ser falsa la
imputación que le hacía, y sin embargo de no tener nada de tonto ni de
ignorante, lo dejó desfogar su cólera, y sin chistar una palabra, sin mutación
alguna de semblante, se despidió luego con demostraciones de humildad y de
cortesía. Enfermó a poco el Director, y al punto
fue el BEATO a
visitarlo; y aunque no le dejaban verlo, continuó diariamente en sus visitas
todo el tiempo que duró la enfermedad. ¡Así se vengan los santos!
Decía que la buena vida del cristiano consistía en acomodarse al
gusto de Dios. Sobre
esta materia escribía a una religiosa que se quejaba de que por una enfermedad
no podía practicar sus ejercicios espirituales, y la decía: «Siempre queremos
vivir a nuestro modo. Sus enfermedades le impiden la asistencia al coro y demás
actos de comunidad, pero no le impiden que sea paciente y sufrida». ¡Ojalá y lleguemos a imitarle en su mansedumbre y
sufrimiento!
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Señor mío
Jesucristo, que por nosotros sufriste con divina mansedumbre los
improperios de tus enemigos: te suplicamos por los méritos
de tu fiel imitador SEBASTIÁN, que
nos hagas mansos a la medida de tu Corazón, para que, con el Padre y Espíritu
Santo, gocemos de ti por toda la eternidad. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
DÍA NOVENO – 29 DE ENERO
Por
la señal…
Acto
de contrición y Oración para todos los días.
PUREZA Y MORTIFICACIÓN DEL BEATO SEBASTIÁN
Conservó el BEATO por todo el curso de su larga vida, intacta e inmaculada esta
celestial y delicadísima virtud que como una rosa fragante, como una brillante
azucena se marchita si se le manosea; y como un tesoro de precio inestimable,
como un licor de muy subido precio depositado en frágiles vasos, si no se
custodia cuidadosamente, será presa de la rapacidad de vigilantes enemigos que
le asechan.
Sabía muy bien que esta soberana virtud está íntimamente hermanada con la
templanza, y así fue abstinentísimo aún antes que pudiera dejar de ser casto; porque en su muy tierna infancia ayunaba las cuaresmas
enteras a pan y agua; y fuera de ese santo tiempo, en la misma tierna edad no
comía más que pan y yerbas; y disimulaba su abstinencia aparentando en la mesa
que comía los otros manjares. Solo ya muy viejo tomó vino, y ese muy
aguado: y habiendo sido su carrera tan laboriosa, no
por eso se dispensaba del rigor de su heroica templanza, y siempre comía
solamente pan, legumbres y alguna fruta.
Castigaba su cuerpo con durísimas disciplinas y cilicios, y con
las continuas vigilias de que ya se ha hablado; siendo de advertir, que estos
rigores eran tan excusados y secretos, que, solo viviendo en una comunidad,
pudieron descubrirlos sus más íntimos confidentes. Más no pudo ocultar la delicadísima
custodia de sus sentidos, pues que nunca se le vio fijar los ojos en mujer
alguna, conservándolos cerrados, o dándoles dirección a otra parte. Tampoco las
hablaba a solas; y cuando confesaba alguna, en tiempo en que ya no había gente
en la Iglesia, llamaba a un pobre, y dándole limosna, lo hacía que se estuviera
presente todo el tiempo que duraba la confesión. Bajó
una vez a la portería a hablar a una señora que le llamaba; observó el padre
que iba en su compañía que la señora estaba indecentemente vestida, y se supuso
que el BEATO o
no le hablaría o le daría la reprensión correspondiente. Mas contra sus
esperanzas no sucedió ni uno ni otro; y no pudo menos que preguntarle, ida la
señora, «¿por
qué no la había reprendido?». No podía
responder el purísimo SEBASTIÁN, porque no quería confesar que no la había visto.
Aborrecía que le tocaran el vestido o la mano, y ni aún permitió
que se la besara una sobrina suya que no le había visto en muchos años. «Esos contactos, decía, pueden ser causa de gravísimas caídas». Nunca llevó en paciencia, no ya los
juegos de manos que detestaba, pero ni aún que uno a otro se pusiese la mano
sobre el hombro o cosa semejante a esto. Aconsejaba que a los niños no se
dejase jugar de manos entre sí, ni menos con sus hermanas, ni se les dejase
acariciar a los animales. No quería que las mujeres anduviesen solas en la
calle cuando podían ir acompañadas; ni que recibiesen al médico o cirujano a
solas jamás; ni que tomasen lecciones de dibujo, música, etc. de maestros, sino
en presencia de sus padres, o las enseñasen personas de su sexo. Era celosísimo sobre la desnudez de las mujeres, jamás
permitió llegar al confesonario a comulgatorio a ninguna si no iba decentemente
vestida. Encontró una vez en una calle muy concurrida a una sobrina
suya, vestida no con mucha modestia. Sacó
inmediatamente un pañuelo y se lo arrojó para que se cubriese mejor, como lo
hizo sin réplica.
Una de sus hermanas fue a Turín desde Verduno (lugar del nacimiento del Santo) en el tiempo en que por la guerra estaba el país lleno de
soldados. Le mandó reprender por los peligros en que se había puesto,
negándose a recibir su visita; y solo se dejó ver de
ella a instancia de varias personas respetables que mediaron con su santo
hermano.
Detestaba las figuras obscenas: y viendo una vez que un amigo
suyo sacaba una preciosa caja de polvos adornada con una miniatura indecente,
se la pidió, y a su vista la hizo pedazos. Otra
vez vio en la casa de ese mismo caballero colgado en el despacho un cuadro de
un relieve de alabastro, bellísimamente trabajado, y guarnecido de un rico
marco, pero que contenía figuras obscenas. Reprendió con santa libertad a su
dueño, quien estaba entre sí fluctuando entre el respeto que profesaba a SEBASTIÁN y la estimación que hacía de su cuadro;
cuando éste, sin faltar el clavo que le sostenía,
milagrosa y súbitamente cayó al suelo y quedó reducido a menudas piezas, con
admiración de cuantos se hallaban presentes.
Cuando en la Congregación se trataba de asuntos morales, tenía
prevenido, que no se hablara ni propusiera cuestión alguna sobre materias de
impureza. Nunca
permitió que albañiles, ni otra clase de menestrales que se hallaban en la
casa, profirieran palabra alguna inmodesta: bien que solo su venerable
presencia enmudecía a los más disolutos. Un ángel, en
fin, en carne humana, no se habría mostrado más amante de la pureza.
Mucho recomendaba la devoción a la sacratísima Virgen para
conservarla, y ahora también debe recomendarse la devoción al BEATO; porque
se ha manifestado particular protector de quien le invoca en estos conflictos. Sucedió,
después de la muerte del Santo, que una religiosa gravísimamente molestada de
tentaciones en esta materia, que no le habían dejado un momento de reposo en
mucho tiempo, ni habían cedido a cuantas prácticas puso en ejecución para
librarse de su violencia; estando un día muy
afligida, se sintió inspirada a encomendarse al glorioso SEBASTIÁN. Se puso de rodillas para invocar su protección, le
hizo una brevísima súplica, y se levantó, sintiendo al instante un consuelo
inexplicable, y quedando libre para siempre de tan molesto enemigo.
—Se rezan
tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria Patri.
ORACIÓN
Dios de toda
pureza, Dios de toda santidad, que hiciste del corazón de tu siervo el
arca fiel del purísimo maná de los cielos, de la virginal limpieza que tan
preciosa es a tus ojos: concédenos por sus singulares méritos,
que conservemos intacta esta blanca azucena, según nuestro estado, para que con
las vírgenes que siguen al Cordero, te alabemos eternamente. Por Jesucristo
nuestro Señor, que contigo y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de
los siglos. Amén.
—Las otras
Oraciones se rezarán todos los días.
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