Novena
dispuesta por Fray Ruperto María de Manresa (en el siglo Ramón Badía y Mullet)
OFM Cap., y publicada en Barcelona por F. Girón en 1912, con licencia
eclesiástica.
COMENZAMOS: 29 de abril.
FINALIZAMOS: 7 de mayo.
FESTIVIDAD: 8 de mayo.
ADVERTENCIA
A
las varias Novenas a Nuestra Señora del Rosario de Pompeya que corren en manos
de los fieles, hemos querido añadir una más, no para mejorar las ya existentes
—todas ellas buenas y piadosas—, sino para que hubiera una nacida en nuestro
patrio suelo, donde toda cosa excelente y toda forma de devoción a la Virgen
Santísima en que resplandezca su grandeza, arraiga y prospera. Por sí sola ella
pondrá de manifiesto cuán prontamente ha sido adivinada por la piedad de
nuestro pueblo esta devoción, que sobre los numerosos e insignes milagros con
que la mano de Dios la propone y recomienda, tiene el privilegio de abrir el
corazón a sublimes y confortadoras esperanzas.
No dejan de ser, a la verdad, un evidente
testimonio del amor con que Dios sigue el curso de la humanidad y de los tesoros
de sumos bienes que le reserva en épocas aciagas las circunstancias
providenciales que han concurrido para que fuera levantado un magnífico
santuario para honra y gloria de la Reina de cielos y tierra sobre las ruinas
de la antigua Pompeya, en los precisos momentos en que la ciencia y la historia
hermanadas lograban arrancar de un sepulcro de veinte siglos a aquella ciudad
infortunada. Ha confirmado plenamente que este hecho venía de la mano de Dios
ver como no han quedado nunca desatendidas las oraciones elevadas al pie del
Altar de la Virgen, ni sin remedio miles de males, ni sin el favor de
sorprendentes milagros extremas necesidades expuestas con fe y piedad
profundas. Todo lo cual abundantemente demuestra por lo menos que María
Santísima es la constante y necesaria medianera entre Dios y los hombres; que
en su poder y a la libre disposición de su voluntad están todo consuelo y todo
reposo en los quebrantos de la vida, las gracias naturales lo mismo que las
sobrenaturales; que cuando crece el número y la fuerza de nuestros males crecen
a este paso y se multiplican la materna solicitud y la inefabilísima largueza
de sus amores; que en sus brazos descansa y vive perpetuamente Cristo, luz,
camino y vida de los pueblos, para Ella poder darlo a la humanidad
incesantemente; y que fuera de Ella y sin Ella no es posible más que
destrucción y muerte, como no es posible la luz sobre el mundo mientras la
aurora no nos traiga cada mañana el sol para resplandecer sobre nuestro
firmamento.
La Santa Sede, guiada siempre por la luz del
Divino Espíritu que la anima y gobierna, ha recogido esta devoción y la ha
enaltecido a los ojos de los fieles con gracias y privilegios únicos: ha puesto el
templo, donde se venera la primera taumaturga imagen, bajo su inmediata jurisdicción,
y ha concedido trescientos días de indulgencia a cualquier imagen que la
recuerde y represente, por cada vez que delante de Ella se rezare la devotísima
invocación de la Salve Regína.
En España, como en
otros numerosos puntos del globo, ha cundido la veneración a Nuestra Señora del
Rosario de Pompeya; y aquí, como en otras partes, ha despertado en muchas almas
esperanzas perdidas; ha encendido o avivado llamas de fe, o muertas o casi
extinguidas; ha apartado de muchos ánimos seguros e inminentes males; ha
abierto copiosísimos manantiales de consuelo sobre muchas familias, y ha hecho
sentir de innumerables maneras cuan poderoso argumento de una fuerte vida moral
es el estar penetrado de devotísimo afecto hacia Nuestra Señora.
A estos sentimientos del ánimo, muy
extendidos en nuestro Principado, particularmente en Barcelona, a la creciente
devoción a su imagen venerada en esta Iglesia, consagrada a su gloria y nombre,
la cual imagen, aunque desprendida de accidentales pormenores, reproduce exactamente
todos los esenciales atributos de la de Pompeya, obedece la publicación de esta
Novena, inspirada toda ella en los más vivos deseos de dar pábulo y auxilio a
tales férvidos afectos.
Podrá parecer a algunos sobrados largos,
atendido el número de páginas; pero téngase muy presente que de un modo ha de
ser una Novena pública y solemne, y de otro la que se hace privadamente y en
cualquier caso de tribulación, de necesidad moral o de mayores deseos de
obsequiar a la Virgen. Para el primer caso han sido escritas las Meditaciones,
encaminadas a nutrir y ocupar el ánimo de los fieles con verdades altísimas y
con los más sublimes principios de la teología acerca de la eminente e insigne
perfección de Nuestra Señora, Madre augusta de Dios y de los hombres, llevando
luz a nociones de la fe apenas esbozadas en nuestra ordinaria formación
cristiana. Tal vez no sea del agrado de muchos el empeño puesto al escribirlas
por prescindir de consideraciones sobre aspectos más circunstanciales, que aun
pudiendo ser en sí mismas en alto grado ricas de verdad y de concepto, hemos
preferido a ellas otras nacidas de las más substanciales y eternas razones que
constituyen la excelencia personal, la nota distintiva propia e incomunicable
de la Virgen Santísima. Estas Meditaciones, que pueden también servir de
lectura para cultivo de nuestra formación religiosa en mil ocasiones, no están
destinadas a formar parte de la oración privada que durante nueve días
consecutivos se abre a los pies de la Virgen queriendo hacer una dulce violencia
a su corazón materno obligándole a escuchar nuestros deseos, a acoger nuestros
ruegos, aliviar una pesadumbre o verter consuelo sobre los dolores de una
angustiosa tribulación. En estas novenas, que inspira la piedad privada, es
indispensable suprimir la lectura de la Meditación; mayormente que en las horas
de las supremas necesidades la palabra del alma es, como el huelgo en las
fatigas, corta y anhelosa.
Cuando estas
páginas hayan encendido en las almas afectos de piedad por la Virgen de Pompeya,
o esperanza en la suprema eficacia de su valimiento, o merecido la gracia
divina sobre la oración, lo cual será en una u otra forma, en la plena
totalidad de los casos; quiera la piadosa Madre mirar con benignos ojos al
menor de sus devotos. Tan grande es la voluntad que puso en servirla
escribiendo estas páginas, como son pequeños sus méritos.
Barcelona,
8 de mayo, fiesta de Nuestra Señora de Pompeya, de 1912.
P. Ruperto Mª de
Manresa, OFM Cap.
NOVENA A NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE POMPEYA
Por
la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos,
líbranos
Señor
✠
Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y
del Espíritu
Santo. Amén.
ACTO
DE CONTRICIÓN
Señor mío
Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, en
quien creo, por quien espero, y a quien amo sobre todas las cosas. Me pesa de
haberos ofendido sólo por ser Vos quien sois, bondad infinita. Propongo
enmendarme ayudado de vuestra divina gracia, y con ella crecer y perseverar en
vuestro divino servicio hasta la muerte.
Bienaventurada Madre de Nuestro Redentor,
puerta del cielo siempre y a todos abierta, refulgente estrella de los que
navegan por el mar de este mundo; merécenos de Dios el don de penetrar en los
divinos designios que a tan alto grado de perfección te elevaron, y te
constituyeron por Reina y Madre de todo lo criado; y de conocer por qué medios
podemos honrarte debidamente. Acoge, oh Virgen de Pompeya, el filial amor con que te
consagramos esta Novena, y pues Dios se complace en cubrir de gloria esta
invocación obrando los más inauditos y continuos prodigios, haznos merecedores
de participar, a lo menos en una parte, por pequeña que ésta sea, de la copiosa
corriente de gracias que por tu nombre Dios se digna esparcir sobre los que
honran y frecuentan tus altares. Así
sea.
DÍA PRIMERO – 29 DE ABRIL
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES LA OBRA MÁS EXCELENTE DE
LA DIVINA SABIDURÍA
Siempre que se nos ofrecen, en formas de
insignes prodigios y raros favores, nuevas manifestaciones de la sublime gloria
y grandeza de la Virgen María conviene no olvidar que la causa y la explicación
está en haber sido Ella levantada a la dignidad de Madre de Dios.
«La Divina
Sabiduría, nos
dice la Sagrada Escritura, edificó para sí una
morada». No
hay duda que en un sentido eminente, propio y esencial es la morada de Dios la
humanidad del Salvador, unida personalmente al Verbo en quien habita «la plenitud de la Divinidad»
y todos los tesoros de las perfecciones divinas. Ella es, con verdad, la casa,
el templo y el santuario que Dios ha labrado para su gloria, y que sólo Él
podía labrar, del mismo modo que sólo Él la podía concebir y sólo Él quererla.
Con menos propiedad, y en un grado inferior, pero en un sentido también muy
excelso y perfectísimo lo es la Virgen Santísima, y esto de un modo necesario,
habiendo el Verbo encerrádose en su purísimo seno, y de Ella tomado nuestra
carne y esta «forma de siervo» con la cual quiso vivir
entre nosotros y morir por nosotros.
«¿Qué es
el alma de los santos, escribe
San Cirilo Alejandrino, más que un vaso lleno
de Dios, y de donde Dios rebosa?». No
el alma únicamente, sino el mismo cuerpo es llamado por San Pablo templo y
santuario del Espíritu Santo: «¿Ignoráis acaso que
vuestros miembros son templo del Espíritu Santo que está en vosotros?». Si basta la presencia del
Espíritu Santo, modelándonos hijos adoptivos de Dios a imagen de su Hijo
natural, para hacer de nosotros templo y santuario de Dios ¿cómo no sería Ella el templo y el
santuario privilegiadísimo habiendo descendido en Ella el Espíritu de Dios para
infundir al Unigénito del Padre la vida y el alma que le hicieron Hombre;
habiendo en Ella descansado con operación tan permanente y continua expresado
por el Ángel que anunció la Encarnación del Verbo, diciendo que en Ella
«sobrevenía»? Es muy cierto que no somos nosotros templo de Dios,
sino porque primero lo fue María, y lo fue en grado sumo.
La eterna predestinación de María a la
divina maternidad es, en efecto, el principio, la razón y como la norma de
todos los inefables e innumerables actos por los cuales, unos a otros
sucediéndose, Dios levanta y forma este sacratísimo y divinal templo de su
gloria. Cuando hablaba Isaías «de un monte cabeza, por su elevación, de todos los
montes, y ensalzado sobre todos los collados», en cuya cima el Altísimo había de levantar casa
para Él, para recinto de sus perfecciones y de sus misterios, señalaba la
preeminencia de María en todos los divinos y eternos pensamientos, y que, a
través de los tiempos, y antes que ellos, el misterio de la divina maternidad
es el ápice y la cima más encumbrada de los designios de Dios.
«Todo, es
cierto, se cifra en Cristo y subsiste en Cristo»; pero no lo es menos que
Cristo «procede de la mujer y es hecho de mujer». Cuando la Increada
Sabiduría llamó de la nada el alma de la Virgen, y juntándola a la purísima
substancia de su cuerpo la sustrajo a la común ley preservándola de contraer la
mancha del pecado, y la adornó con gracias elevadísimas, no hacía en puridad
sino crear y santificar a la criatura destinada para ser su Madre, es decir,
para ser el principio y la causa de su existencia en este mundo, y poner los
cimientos del gloriosísimo santuario de su propia y personal inmensa grandeza.
Esto declara y deja entrever cuáles sorprendentes maravillas obrarían la
justicia y la sabiduría de Dios en la santificación original de María. Dios
había de celar su propia honra, y concertar con los pensamientos de la
eternidad sus obras en el tiempo.
Sin embargo, sólo eran estos albores los de
un sol luminosísimo de Dios. La Sabiduría «como prudente arquitecto, según la expresión de su Verbo
infalible, puso primero los fundamentos». Pero ¿qué no hará, a medida que suba el
edificio? No describe la omnipotente mano de Dios más hermosa
historia en esa inmensa acción con que, después de creados llama a los seres, y
los guía hacia Él como a su fin. Por lo que toca a Dios, su obrar no
experimenta en ningún instante interrupciones ni desfallecimientos, pues «el Padre, dijo
Jesús, es actividad indeficiente, y yo con Él», y los dos la desenvuelven
de continúo enardecida por la llama vivísima del Espíritu común a entrambos.
Por lo que toca a la criatura el obrar de Dios se amortigua, tiene intervalos y
a veces halla desgraciadamente tenaces rebeldías, resistencias que llegan en
algunos casos a inutilizarlo; no empero en María, en quien era el obrar de Dios
como el resplandecer del claro cielo; progresaba y subía de continuo. No
atenuaban la suma divina actividad estorbos ni reparos, no dilaciones aun
exiguas, o dificultades aun levísimas; el querer de la criatura era adecuada
respuesta del querer de Dios, y no había sino facilidades, sumisiones
perfectas, anhelos encendidísimos, y pronta y entera correspondencia. ¡Qué correr era
el suyo, y cuán blandamente cedía y se amoldaba en las manos de Dios! ¡Cómo
crecía el templo que Dios fabricaba para recinto de su divinidad! No es tan puro ni tan magnífico el remontar
del sol desde la aurora hasta el pleno día.
Se notan a veces en la formación de este
divino edificio unas más vivas huellas del poder y del amor del sublime omnipotente
Artífice; unas súbitas intervenciones, si no más divinas, ciertamente más
misteriosas, más refulgentes y más eficaces, que asombran, y contempladas con
detención arrobarían. Evidentemente la mano de Dios destila toda su riqueza;
precisa y abrillanta la huella más profunda de su semejanza, de su
compenetración con aquella selectísima criatura. Esto son, en puridad, los
principales acontecimientos dispersos en la vida de la Santísima Virgen; su
vocación al Templo, exordio de una vida celeste de once o doce años; el término
de su permanencia en el Templo y su virginal matrimonio con el castísimo esposo
San José; la salutación del Ángel y la divina encarnación del Verbo, y todos
los grandes misterios en que «Madre e Hijo» juntamente
se funden y se confunden en una misma acción común: la
Visitación, el Divino Nacimiento, la Presentación, la huida a Egipto, la vuelta
a Nazaret, la pérdida y el hallazgo de Jesús, los años de vida oculta, y de
ardentísima, abrasadora contemplación mutua; el primer milagro, la primera
manifestación del Salvador en las bodas de Caná a ruegos y por el expreso
querer de la Madre; la vida pública de Jesús, de la que era María ocultamente
parte esencialísima y viva; la Pasión, de cuyos cruentísimos dolores y
misteriosos fines era plena e inefablemente copartícipe, como Madre del
crucificado y como Corredentora —con su Hijo—, de todos los hombres; la
Resurrección, la Ascensión y la Pentecostés. Tales pasos de la vida de
la Virgen eran remansos en que se holgaba y desplegaba la Sabiduría de Dios
elevando su templo, embelleciéndolo, e hinchiéndolo de santidad; eran un crecer
de la Santísima Virgen, y un remontarse y trasponer nuevas cumbres hacia la
gloria de su término; eran misteriosos rasgos de un más vivo parecido con su
Hijo Jesús; grados más sublimes de una íntima y más arcana unión con la
purísima Esencia.
Es indudable que en estos actos la acción
era recíproca; Dios y María ponían cada uno una actividad propia; Dios dando
por gracia, María recibiendo por virtud; Dios comenzaba y se insinuaba, María
correspondía y ayudaba. Esto tenía un principio, no término ni tregua: tales
inefables secretísimas mutuas operaciones eran mayores, más numerosas que los
latidos del corazón de la Virgen, más frecuentes que el huelgo que exhalaban
sus labios; tan poderosas para causar santidad, que una sola habría bastado
para transformar todo el mundo en un majestuosísimo y gloriosísimo santuario de
Dios, y comunicar al humano linaje una santidad superior a la de los más altos
serafines. Eran, digamos aún, conformándonos con la metáfora evangélica, como
las grandes bases de este templo vivo que Dios levantaba para sí. Todos los
demás pasos y actos de su existencia venían a ser como piedras sobrepuestas
unas sobre otras elevando y engruesando los muros; piedras preciosísimas todas
ellas y de un tan alto valor que, llenas como estaban de lo divino, eran,
medidas con nuestro concepto, como infinitas; piedras diáfanas, brillantísimas,
refulgentísimo, maravillosamente cortadas, maravillosamente ajustadas,
ostentando un parecido y ser de Cristo, y centelleando, con variados colores y
luces, los resplandores de la santa faz de Dios.
Lo que refieren las Divinas Letras sobre la
construcción del Arca de la Alianza y del Tabernáculo, cuyo plan y cuyos pormenores
más pequeños Dios había ideado, trazado y ordenado; lo que dicen del
suntuosísimo y magnífico templo hecho construir por Salomón en Jerusalén;
apenas es un esbozo y una pálida sombra de lo ideado, pensado, trazado y
realizado en la Virgen por la mano de la increada Sabiduría. La misma
arrobadora hermosura de la Jerusalén del cielo, sus inefables magnificencias,
sus estáticas dichas, sus armonías incomprensibles, sus cantares, que son
raudales de gozo en la solemnidad de sus fiestas, todo esto descrito por San
Juan en el Apocalipsis, tampoco da una idea del alto y perfectísimo ser, de la
sublime y embriagadora belleza y majestuosa santidad de María. En la misma
formación del cuerpo místico de Jesús, en la formación de la Iglesia, de la
cual todos somos piedras, según la expresión del Príncipe de los Apóstoles,
pone Dios menos cuidado, aplica menos su sabiduría, y busca menores motivos de
gloria que en esta obra maestra única, en la que todas sus perfecciones
quedarían agotadas si no fuesen absolutamente infinitas e inagotables.
Del mismo modo que las Divinas Letras
parangonan la formación interior de María Santísima a la construcción de un
templo, podríamos asimismo decir que toda su vida es la composición o los
armoniosos acentos de un largo discurso de superior y divina elocuencia, por el
cual Dios nos cuenta y nos descifra con magnificencia mayor que en los cielos
visibles, la omnipotencia, el amor y la gloria de su insondable Esencia; que es
como el canto de un inmenso e insuperable poema donde su augusto nombre es
maravillosamente enaltecido y celebrado, como la ejecución de un concierto
sereno y altísimo donde la armonía esencial y primera que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo brota a raudales mejor que a través de las armonías de las
esferas celestes.
«Ved, escribe el Beato Dionisio
Cartujano, a esta Única que el
Padre Eterno ha preparado para muy verdadera y muy eminente Madre de su Único y
más que dulcísimo Hijo, en todo igual, consubstancial y coeterno con El;
aquella a quien el más que liberalísimo Espíritu Santo enriqueció con
exuberancia de gracia, con perfección de pureza, de santidad y de sabiduría
tales que bastasen para henchir a la madre de Aquel de quien verdadera y
eternalmente este Espíritu procede. Ved Aquella a quien el sobre hermosísimo, sobre
santísimo y sobre nobilísimo Hijo de Dios ha escogido por Madre desde toda la
eternidad. ¡Oh Señora gloriosísima, Virgen purísima, Madre dignísima, a qué
alturas, a qué inefable belleza, a qué gloria te veo levantada! Entre todas las
criaturas eres la más dichosa, la más ilustre y la más admirable por estar
asociada a la paternidad del Padre y tener con Él un mismo Hijo. Eres en verdad
la más familiar amiga de la sobre esencial y sobre beatísima Trinidad, la
suprema depositaría de sus más íntimos secretos. Si te ha hecho tan elevada el
supremo Artífice, tan indeciblemente amable y ricamente perfecta, es porque Él
mismo se había prendado de Ti, y le habían arrobado tus hechizos y tu bondad.
No es posible dudarlo, la mano divina te ha revestido y cubierto con tales
prodigios, adornado con sublimes gracias, atraído con incomprensible amor, por
ser así conveniente que una tal madre, una tal esposa y una tal reina fuese lo
más hermoso, lo más grande y lo más magnífico posible en el orden de lo criado».
Pongamos por un momento y demos como cosa
posible, que este mundo desapareciese y sólo quedara esta excelsa criatura.
Para el mundo reducido a la nada el mal fuera irreparable y enorme; pero no
empañaría en la substancia ni siquiera con una tenue sombra, la gloria y el
gozo exteriores del Divino Artífice.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN
DE SAN ANSELMO
Si Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro, nos ha dado por Madre a
esta sublime criatura; si María, elevada a la dignidad de Madre de Dios,
vistiendo de nuestra carne al Verbo Eterno del Padre nos lo ha dado por
hermano; ¡de qué amor no somos deudores a Cristo
por habernos dado una tal Madre, a María por habernos dado un tal Hermano! ¿Con qué voluntad no será justo que nos consagremos a
Ellos dos; con qué segura esperanza acudir a Ellos en las crecidas necesidades
de esta vida? ¡Cuán suave será servirles,
recordar sus augustos nombres y llamar a sus puertas de continuo con nuestros
deseos! ¡Oh! sea piadoso el divino Hermano con el hermano caído; no
repare en los castigos que sus desventuras merecen, sino en las lágrimas que
arrepentido derrama. Oiga la Madre los clamores que da el hijo pecador, e
interponga su valimiento para obtener su rescate y su perdón; ruegue al Hijo
por el otro hijo, al Unigénito por el adoptivo, al Señor por el siervo. ¡Ah!, ¡cuán grande es la deuda del hombre para contigo,
Señora! Las lenguas todas de todos los siglos no podrán dignamente
alabarte y darte gracias por las señaladas mercedes venidas de tus piadosas
manos.
PETICIÓN
¡Oh benignísima Madre de Dios! Te pedimos en este primer día de la Novena consagrada a honrarte y
a merecer tu piedad, que te dignes abrir sobre nosotros, desvalidos y flacos servidores
tuyos, los inefables tesoros de misericordia, que Dios te ha confiado, y
destiles en los más íntimos senos de nuestro corazón un hilo de la dulcedumbre
recóndita en tu santísimo pecho, a fin de que todo nuestro espíritu arda en
vivos amores por Ti, Madre benditísima del humano linaje, y por tu Hijo y Señor
nuestro Jesucristo, y todo nuestro ser bulla en ansias de alabaros incesantemente.
¡Oh
refulgente y áurea rosa, toda belleza, suavidad y gracia! Lleguen hasta Ti los ruegos que enviamos de continuo a la gloriosa
morada donde reinas, y nunca nos falten tu amor y tu asistencia en ninguna de
nuestras tribulaciones, en ninguna de nuestras angustias. Por Ti la
misericordia inunda la tierra; por Ti unge y alegra incesante y firme esperanza
a los corazones que sufren y luchan. La bondad y la ternura manan de tus
entrañas tan caudalosamente, que toda alabanza y ponderación son cortas; Tu
suma mansedumbre vence toda la suavidad y júbilo de los cielos. Y si no había
de ser para enviar consuelo al que sufre, luz al turbado, y salud al enfermo ¿habría Dios atesorado en tu
corazón esos océanos de materno amor y de efusiva y tiernísima largueza? Como en el cielo eres clarísima
y resplandeciente estrella que refleja sobre los bienaventurados la luz
recibida del Sol divino; así para la tierra eres la alegría, el júbilo y la
hermosura de la Casa de Dios, y cifra y misterio de los supremos anhelos de los
predestinados. De Ti solamente recibe todo mal el remedio. Alarga, ¡oh Virgen escogida sobre todo el humano linaje, oh pingüe
bendición de Dios, oh suavísimo regalo venido de los cielos!, alarga tu mano y mide la profundidad, la extensión y la altura de
nuestras aflicciones, de nuestra voluntad tibia e imperfecta, de la suma de
nuestras necesidades, y como en Ti conocer sea lo mismo que compadecer y dar,
nuestras almas, inundadas por los torrentes de tu piedad, serán otras tantas
voces que la pregonen y le den gloria.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la
prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
ORACIÓN
FINAL A NUESTRA SEÑORA DE POMPEYA PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh,
Santísima Virgen de Pompeya, ¡que
resplandeces y reinas por los más extraños prodigios e insignes favores sobre
ruinas y restos de ciudades que simbolizan a nuestros ojos el paganismo más
sensual y la justicia de Dios castigando el pecado! Las
gracias que otorga tan largamente tu mano, esparcen por el mundo la gloria de
ese nombre, y descubren una vez más cuán plenamente Dios ha dejado a tu
voluntad la dispensación de los tesoros de su poder. Ven, pues, en ayuda de mis
deseos; cubre mis oraciones con tus entrañas de Madre y con las riquezas de tu
piedad, y haz que lleguen agradables hasta el trono del Altísimo.
Que por tus ruegos, Madre de la gracia, se
amortigüen en mis sentidos las llamas de la sensualidad, y suba mi alma a
pureza confortadora y raíz de toda justicia; responda el esfuerzo del hombre,
en la medida posible a mi flaqueza, al esfuerzo de Dios por salvarme; el lado
humano de salud no falte al lado divino, antes bien en la hora de obrar con
Dios, pueda y sepa yo corresponder hasta dar llena la medida de los frutos por
El sembrados y vivificados; y en fin, que no devoren, Señora, la tristeza y la
melancolía enervadoras el ánimo de tus devotos, sino que, junto con las
virtudes de fe, esperanza y caridad recobre el consuelo que da fortaleza y
ardimiento, y aquella superior confianza que inspira espíritu de oración y perseverancia
en los deseos de Dios. Así sea.
En el
nombre del Padre, y del Hijo ✠,
y del Espíritu
Santo. Amén.