Novena dispuesta por Fray Ruperto María de Manresa (en el siglo Ramón Badía y Mullet) OFM Cap., y publicada en Barcelona por F. Girón en 1912, con licencia eclesiástica.
COMENZAMOS: 29 de abril.
FINALIZAMOS: 7 de mayo.
FESTIVIDAD: 8 de mayo.
ADVERTENCIA
A
las varias Novenas a Nuestra Señora del Rosario de Pompeya que corren en manos
de los fieles, hemos querido añadir una más, no para mejorar las ya existentes
—todas ellas buenas y piadosas—, sino para que hubiera una nacida en nuestro
patrio suelo, donde toda cosa excelente y toda forma de devoción a la Virgen
Santísima en que resplandezca su grandeza, arraiga y prospera. Por sí sola ella
pondrá de manifiesto cuán prontamente ha sido adivinada por la piedad de
nuestro pueblo esta devoción, que sobre los numerosos e insignes milagros con
que la mano de Dios la propone y recomienda, tiene el privilegio de abrir el
corazón a sublimes y confortadoras esperanzas.
No dejan de ser, a la verdad, un evidente
testimonio del amor con que Dios sigue el curso de la humanidad y de los tesoros
de sumos bienes que le reserva en épocas aciagas las circunstancias
providenciales que han concurrido para que fuera levantado un magnífico
santuario para honra y gloria de la Reina de cielos y tierra sobre las ruinas
de la antigua Pompeya, en los precisos momentos en que la ciencia y la historia
hermanadas lograban arrancar de un sepulcro de veinte siglos a aquella ciudad
infortunada. Ha confirmado plenamente que este hecho venía de la mano de Dios
ver como no han quedado nunca desatendidas las oraciones elevadas al pie del
Altar de la Virgen, ni sin remedio miles de males, ni sin el favor de
sorprendentes milagros extremas necesidades expuestas con fe y piedad
profundas. Todo lo cual abundantemente demuestra por lo menos que María
Santísima es la constante y necesaria medianera entre Dios y los hombres; que
en su poder y a la libre disposición de su voluntad están todo consuelo y todo
reposo en los quebrantos de la vida, las gracias naturales lo mismo que las
sobrenaturales; que cuando crece el número y la fuerza de nuestros males crecen
a este paso y se multiplican la materna solicitud y la inefabilísima largueza
de sus amores; que en sus brazos descansa y vive perpetuamente Cristo, luz,
camino y vida de los pueblos, para Ella poder darlo a la humanidad
incesantemente; y que fuera de Ella y sin Ella no es posible más que
destrucción y muerte, como no es posible la luz sobre el mundo mientras la
aurora no nos traiga cada mañana el sol para resplandecer sobre nuestro
firmamento.
La Santa Sede, guiada siempre por la luz del
Divino Espíritu que la anima y gobierna, ha recogido esta devoción y la ha
enaltecido a los ojos de los fieles con gracias y privilegios únicos: ha puesto el
templo, donde se venera la primera taumaturga imagen, bajo su inmediata jurisdicción,
y ha concedido trescientos días de indulgencia a cualquier imagen que la
recuerde y represente, por cada vez que delante de Ella se rezare la devotísima
invocación de la Salve Regína.
En España, como en
otros numerosos puntos del globo, ha cundido la veneración a Nuestra Señora del
Rosario de Pompeya; y aquí, como en otras partes, ha despertado en muchas almas
esperanzas perdidas; ha encendido o avivado llamas de fe, o muertas o casi
extinguidas; ha apartado de muchos ánimos seguros e inminentes males; ha
abierto copiosísimos manantiales de consuelo sobre muchas familias, y ha hecho
sentir de innumerables maneras cuan poderoso argumento de una fuerte vida moral
es el estar penetrado de devotísimo afecto hacia Nuestra Señora.
A estos sentimientos del ánimo, muy
extendidos en nuestro Principado, particularmente en Barcelona, a la creciente
devoción a su imagen venerada en esta Iglesia, consagrada a su gloria y nombre,
la cual imagen, aunque desprendida de accidentales pormenores, reproduce exactamente
todos los esenciales atributos de la de Pompeya, obedece la publicación de esta
Novena, inspirada toda ella en los más vivos deseos de dar pábulo y auxilio a
tales férvidos afectos.
Podrá parecer a algunos sobrados largos,
atendido el número de páginas; pero téngase muy presente que de un modo ha de
ser una Novena pública y solemne, y de otro la que se hace privadamente y en
cualquier caso de tribulación, de necesidad moral o de mayores deseos de
obsequiar a la Virgen. Para el primer caso han sido escritas las Meditaciones,
encaminadas a nutrir y ocupar el ánimo de los fieles con verdades altísimas y
con los más sublimes principios de la teología acerca de la eminente e insigne
perfección de Nuestra Señora, Madre augusta de Dios y de los hombres, llevando
luz a nociones de la fe apenas esbozadas en nuestra ordinaria formación
cristiana. Tal vez no sea del agrado de muchos el empeño puesto al escribirlas
por prescindir de consideraciones sobre aspectos más circunstanciales, que aun
pudiendo ser en sí mismas en alto grado ricas de verdad y de concepto, hemos
preferido a ellas otras nacidas de las más substanciales y eternas razones que
constituyen la excelencia personal, la nota distintiva propia e incomunicable
de la Virgen Santísima. Estas Meditaciones, que pueden también servir de
lectura para cultivo de nuestra formación religiosa en mil ocasiones, no están
destinadas a formar parte de la oración privada que durante nueve días
consecutivos se abre a los pies de la Virgen queriendo hacer una dulce violencia
a su corazón materno obligándole a escuchar nuestros deseos, a acoger nuestros
ruegos, aliviar una pesadumbre o verter consuelo sobre los dolores de una
angustiosa tribulación. En estas novenas, que inspira la piedad privada, es
indispensable suprimir la lectura de la Meditación; mayormente que en las horas
de las supremas necesidades la palabra del alma es, como el huelgo en las
fatigas, corta y anhelosa.
Cuando estas
páginas hayan encendido en las almas afectos de piedad por la Virgen de Pompeya,
o esperanza en la suprema eficacia de su valimiento, o merecido la gracia
divina sobre la oración, lo cual será en una u otra forma, en la plena
totalidad de los casos; quiera la piadosa Madre mirar con benignos ojos al
menor de sus devotos. Tan grande es la voluntad que puso en servirla
escribiendo estas páginas, como son pequeños sus méritos.
Barcelona,
8 de mayo, fiesta de Nuestra Señora de Pompeya, de 1912.
P. Ruperto Mª de
Manresa, OFM Cap.
NOVENA A NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE POMPEYA
Por
la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos,
líbranos
Señor
✠
Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y
del Espíritu
Santo. Amén.
ACTO
DE CONTRICIÓN
Señor mío
Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, en
quien creo, por quien espero, y a quien amo sobre todas las cosas. Me pesa de
haberos ofendido sólo por ser Vos quien sois, bondad infinita. Propongo
enmendarme ayudado de vuestra divina gracia, y con ella crecer y perseverar en
vuestro divino servicio hasta la muerte.
Bienaventurada Madre de Nuestro Redentor,
puerta del cielo siempre y a todos abierta, refulgente estrella de los que
navegan por el mar de este mundo; merécenos de Dios el don de penetrar en los
divinos designios que a tan alto grado de perfección te elevaron, y te
constituyeron por Reina y Madre de todo lo criado; y de conocer por qué medios
podemos honrarte debidamente. Acoge, oh Virgen de Pompeya, el filial amor con que te
consagramos esta Novena, y pues Dios se complace en cubrir de gloria esta
invocación obrando los más inauditos y continuos prodigios, haznos merecedores
de participar, a lo menos en una parte, por pequeña que ésta sea, de la copiosa
corriente de gracias que por tu nombre Dios se digna esparcir sobre los que
honran y frecuentan tus altares. Así
sea.
DÍA PRIMERO – 29 DE ABRIL
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES LA OBRA MÁS EXCELENTE DE
LA DIVINA SABIDURÍA
Siempre que se nos ofrecen, en formas de
insignes prodigios y raros favores, nuevas manifestaciones de la sublime gloria
y grandeza de la Virgen María conviene no olvidar que la causa y la explicación
está en haber sido Ella levantada a la dignidad de Madre de Dios.
«La Divina
Sabiduría, nos
dice la Sagrada Escritura, edificó para sí una
morada». No
hay duda que en un sentido eminente, propio y esencial es la morada de Dios la
humanidad del Salvador, unida personalmente al Verbo en quien habita «la plenitud de la Divinidad»
y todos los tesoros de las perfecciones divinas. Ella es, con verdad, la casa,
el templo y el santuario que Dios ha labrado para su gloria, y que sólo Él
podía labrar, del mismo modo que sólo Él la podía concebir y sólo Él quererla.
Con menos propiedad, y en un grado inferior, pero en un sentido también muy
excelso y perfectísimo lo es la Virgen Santísima, y esto de un modo necesario,
habiendo el Verbo encerrádose en su purísimo seno, y de Ella tomado nuestra
carne y esta «forma de siervo» con la cual quiso vivir
entre nosotros y morir por nosotros.
«¿Qué es
el alma de los santos, escribe
San Cirilo Alejandrino, más que un vaso lleno
de Dios, y de donde Dios rebosa?». No
el alma únicamente, sino el mismo cuerpo es llamado por San Pablo templo y
santuario del Espíritu Santo: «¿Ignoráis acaso que
vuestros miembros son templo del Espíritu Santo que está en vosotros?». Si basta la presencia del
Espíritu Santo, modelándonos hijos adoptivos de Dios a imagen de su Hijo
natural, para hacer de nosotros templo y santuario de Dios ¿cómo no sería Ella el templo y el
santuario privilegiadísimo habiendo descendido en Ella el Espíritu de Dios para
infundir al Unigénito del Padre la vida y el alma que le hicieron Hombre;
habiendo en Ella descansado con operación tan permanente y continua expresado
por el Ángel que anunció la Encarnación del Verbo, diciendo que en Ella
«sobrevenía»? Es muy cierto que no somos nosotros templo de Dios,
sino porque primero lo fue María, y lo fue en grado sumo.
La eterna predestinación de María a la
divina maternidad es, en efecto, el principio, la razón y como la norma de
todos los inefables e innumerables actos por los cuales, unos a otros
sucediéndose, Dios levanta y forma este sacratísimo y divinal templo de su
gloria. Cuando hablaba Isaías «de un monte cabeza, por su elevación, de todos los
montes, y ensalzado sobre todos los collados», en cuya cima el Altísimo había de levantar casa
para Él, para recinto de sus perfecciones y de sus misterios, señalaba la
preeminencia de María en todos los divinos y eternos pensamientos, y que, a
través de los tiempos, y antes que ellos, el misterio de la divina maternidad
es el ápice y la cima más encumbrada de los designios de Dios.
«Todo, es
cierto, se cifra en Cristo y subsiste en Cristo»; pero no lo es menos que
Cristo «procede de la mujer y es hecho de mujer». Cuando la Increada
Sabiduría llamó de la nada el alma de la Virgen, y juntándola a la purísima
substancia de su cuerpo la sustrajo a la común ley preservándola de contraer la
mancha del pecado, y la adornó con gracias elevadísimas, no hacía en puridad
sino crear y santificar a la criatura destinada para ser su Madre, es decir,
para ser el principio y la causa de su existencia en este mundo, y poner los
cimientos del gloriosísimo santuario de su propia y personal inmensa grandeza.
Esto declara y deja entrever cuáles sorprendentes maravillas obrarían la
justicia y la sabiduría de Dios en la santificación original de María. Dios
había de celar su propia honra, y concertar con los pensamientos de la
eternidad sus obras en el tiempo.
Sin embargo, sólo eran estos albores los de
un sol luminosísimo de Dios. La Sabiduría «como prudente arquitecto, según la expresión de su Verbo
infalible, puso primero los fundamentos». Pero ¿qué no hará, a medida que suba el
edificio? No describe la omnipotente mano de Dios más hermosa
historia en esa inmensa acción con que, después de creados llama a los seres, y
los guía hacia Él como a su fin. Por lo que toca a Dios, su obrar no
experimenta en ningún instante interrupciones ni desfallecimientos, pues «el Padre, dijo
Jesús, es actividad indeficiente, y yo con Él», y los dos la desenvuelven
de continúo enardecida por la llama vivísima del Espíritu común a entrambos.
Por lo que toca a la criatura el obrar de Dios se amortigua, tiene intervalos y
a veces halla desgraciadamente tenaces rebeldías, resistencias que llegan en
algunos casos a inutilizarlo; no empero en María, en quien era el obrar de Dios
como el resplandecer del claro cielo; progresaba y subía de continuo. No
atenuaban la suma divina actividad estorbos ni reparos, no dilaciones aun
exiguas, o dificultades aun levísimas; el querer de la criatura era adecuada
respuesta del querer de Dios, y no había sino facilidades, sumisiones
perfectas, anhelos encendidísimos, y pronta y entera correspondencia. ¡Qué correr era
el suyo, y cuán blandamente cedía y se amoldaba en las manos de Dios! ¡Cómo
crecía el templo que Dios fabricaba para recinto de su divinidad! No es tan puro ni tan magnífico el remontar
del sol desde la aurora hasta el pleno día.
Se notan a veces en la formación de este
divino edificio unas más vivas huellas del poder y del amor del sublime omnipotente
Artífice; unas súbitas intervenciones, si no más divinas, ciertamente más
misteriosas, más refulgentes y más eficaces, que asombran, y contempladas con
detención arrobarían. Evidentemente la mano de Dios destila toda su riqueza;
precisa y abrillanta la huella más profunda de su semejanza, de su
compenetración con aquella selectísima criatura. Esto son, en puridad, los
principales acontecimientos dispersos en la vida de la Santísima Virgen; su
vocación al Templo, exordio de una vida celeste de once o doce años; el término
de su permanencia en el Templo y su virginal matrimonio con el castísimo esposo
San José; la salutación del Ángel y la divina encarnación del Verbo, y todos
los grandes misterios en que «Madre e Hijo» juntamente
se funden y se confunden en una misma acción común: la
Visitación, el Divino Nacimiento, la Presentación, la huida a Egipto, la vuelta
a Nazaret, la pérdida y el hallazgo de Jesús, los años de vida oculta, y de
ardentísima, abrasadora contemplación mutua; el primer milagro, la primera
manifestación del Salvador en las bodas de Caná a ruegos y por el expreso
querer de la Madre; la vida pública de Jesús, de la que era María ocultamente
parte esencialísima y viva; la Pasión, de cuyos cruentísimos dolores y
misteriosos fines era plena e inefablemente copartícipe, como Madre del
crucificado y como Corredentora —con su Hijo—, de todos los hombres; la
Resurrección, la Ascensión y la Pentecostés. Tales pasos de la vida de
la Virgen eran remansos en que se holgaba y desplegaba la Sabiduría de Dios
elevando su templo, embelleciéndolo, e hinchiéndolo de santidad; eran un crecer
de la Santísima Virgen, y un remontarse y trasponer nuevas cumbres hacia la
gloria de su término; eran misteriosos rasgos de un más vivo parecido con su
Hijo Jesús; grados más sublimes de una íntima y más arcana unión con la
purísima Esencia.
Es indudable que en estos actos la acción
era recíproca; Dios y María ponían cada uno una actividad propia; Dios dando
por gracia, María recibiendo por virtud; Dios comenzaba y se insinuaba, María
correspondía y ayudaba. Esto tenía un principio, no término ni tregua: tales
inefables secretísimas mutuas operaciones eran mayores, más numerosas que los
latidos del corazón de la Virgen, más frecuentes que el huelgo que exhalaban
sus labios; tan poderosas para causar santidad, que una sola habría bastado
para transformar todo el mundo en un majestuosísimo y gloriosísimo santuario de
Dios, y comunicar al humano linaje una santidad superior a la de los más altos
serafines. Eran, digamos aún, conformándonos con la metáfora evangélica, como
las grandes bases de este templo vivo que Dios levantaba para sí. Todos los
demás pasos y actos de su existencia venían a ser como piedras sobrepuestas
unas sobre otras elevando y engruesando los muros; piedras preciosísimas todas
ellas y de un tan alto valor que, llenas como estaban de lo divino, eran,
medidas con nuestro concepto, como infinitas; piedras diáfanas, brillantísimas,
refulgentísimo, maravillosamente cortadas, maravillosamente ajustadas,
ostentando un parecido y ser de Cristo, y centelleando, con variados colores y
luces, los resplandores de la santa faz de Dios.
Lo que refieren las Divinas Letras sobre la
construcción del Arca de la Alianza y del Tabernáculo, cuyo plan y cuyos pormenores
más pequeños Dios había ideado, trazado y ordenado; lo que dicen del
suntuosísimo y magnífico templo hecho construir por Salomón en Jerusalén;
apenas es un esbozo y una pálida sombra de lo ideado, pensado, trazado y
realizado en la Virgen por la mano de la increada Sabiduría. La misma
arrobadora hermosura de la Jerusalén del cielo, sus inefables magnificencias,
sus estáticas dichas, sus armonías incomprensibles, sus cantares, que son
raudales de gozo en la solemnidad de sus fiestas, todo esto descrito por San
Juan en el Apocalipsis, tampoco da una idea del alto y perfectísimo ser, de la
sublime y embriagadora belleza y majestuosa santidad de María. En la misma
formación del cuerpo místico de Jesús, en la formación de la Iglesia, de la
cual todos somos piedras, según la expresión del Príncipe de los Apóstoles,
pone Dios menos cuidado, aplica menos su sabiduría, y busca menores motivos de
gloria que en esta obra maestra única, en la que todas sus perfecciones
quedarían agotadas si no fuesen absolutamente infinitas e inagotables.
Del mismo modo que las Divinas Letras
parangonan la formación interior de María Santísima a la construcción de un
templo, podríamos asimismo decir que toda su vida es la composición o los
armoniosos acentos de un largo discurso de superior y divina elocuencia, por el
cual Dios nos cuenta y nos descifra con magnificencia mayor que en los cielos
visibles, la omnipotencia, el amor y la gloria de su insondable Esencia; que es
como el canto de un inmenso e insuperable poema donde su augusto nombre es
maravillosamente enaltecido y celebrado, como la ejecución de un concierto
sereno y altísimo donde la armonía esencial y primera que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo brota a raudales mejor que a través de las armonías de las
esferas celestes.
«Ved, escribe el Beato Dionisio
Cartujano, a esta Única que el
Padre Eterno ha preparado para muy verdadera y muy eminente Madre de su Único y
más que dulcísimo Hijo, en todo igual, consubstancial y coeterno con El;
aquella a quien el más que liberalísimo Espíritu Santo enriqueció con
exuberancia de gracia, con perfección de pureza, de santidad y de sabiduría
tales que bastasen para henchir a la madre de Aquel de quien verdadera y
eternalmente este Espíritu procede. Ved Aquella a quien el sobre hermosísimo, sobre
santísimo y sobre nobilísimo Hijo de Dios ha escogido por Madre desde toda la
eternidad. ¡Oh Señora gloriosísima, Virgen purísima, Madre dignísima, a qué
alturas, a qué inefable belleza, a qué gloria te veo levantada! Entre todas las
criaturas eres la más dichosa, la más ilustre y la más admirable por estar
asociada a la paternidad del Padre y tener con Él un mismo Hijo. Eres en verdad
la más familiar amiga de la sobre esencial y sobre beatísima Trinidad, la
suprema depositaría de sus más íntimos secretos. Si te ha hecho tan elevada el
supremo Artífice, tan indeciblemente amable y ricamente perfecta, es porque Él
mismo se había prendado de Ti, y le habían arrobado tus hechizos y tu bondad.
No es posible dudarlo, la mano divina te ha revestido y cubierto con tales
prodigios, adornado con sublimes gracias, atraído con incomprensible amor, por
ser así conveniente que una tal madre, una tal esposa y una tal reina fuese lo
más hermoso, lo más grande y lo más magnífico posible en el orden de lo criado».
Pongamos por un momento y demos como cosa
posible, que este mundo desapareciese y sólo quedara esta excelsa criatura.
Para el mundo reducido a la nada el mal fuera irreparable y enorme; pero no
empañaría en la substancia ni siquiera con una tenue sombra, la gloria y el
gozo exteriores del Divino Artífice.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN
DE SAN ANSELMO
Si Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro, nos ha dado por Madre a
esta sublime criatura; si María, elevada a la dignidad de Madre de Dios,
vistiendo de nuestra carne al Verbo Eterno del Padre nos lo ha dado por
hermano; ¡de qué amor no somos deudores a Cristo
por habernos dado una tal Madre, a María por habernos dado un tal Hermano! ¿Con qué voluntad no será justo que nos consagremos a
Ellos dos; con qué segura esperanza acudir a Ellos en las crecidas necesidades
de esta vida? ¡Cuán suave será servirles,
recordar sus augustos nombres y llamar a sus puertas de continuo con nuestros
deseos! ¡Oh! sea piadoso el divino Hermano con el hermano caído; no
repare en los castigos que sus desventuras merecen, sino en las lágrimas que
arrepentido derrama. Oiga la Madre los clamores que da el hijo pecador, e
interponga su valimiento para obtener su rescate y su perdón; ruegue al Hijo
por el otro hijo, al Unigénito por el adoptivo, al Señor por el siervo. ¡Ah!, ¡cuán grande es la deuda del hombre para contigo,
Señora! Las lenguas todas de todos los siglos no podrán dignamente
alabarte y darte gracias por las señaladas mercedes venidas de tus piadosas
manos.
PETICIÓN
¡Oh benignísima Madre de Dios! Te pedimos en este primer día de la Novena consagrada a honrarte y
a merecer tu piedad, que te dignes abrir sobre nosotros, desvalidos y flacos servidores
tuyos, los inefables tesoros de misericordia, que Dios te ha confiado, y
destiles en los más íntimos senos de nuestro corazón un hilo de la dulcedumbre
recóndita en tu santísimo pecho, a fin de que todo nuestro espíritu arda en
vivos amores por Ti, Madre benditísima del humano linaje, y por tu Hijo y Señor
nuestro Jesucristo, y todo nuestro ser bulla en ansias de alabaros incesantemente.
¡Oh
refulgente y áurea rosa, toda belleza, suavidad y gracia! Lleguen hasta Ti los ruegos que enviamos de continuo a la gloriosa
morada donde reinas, y nunca nos falten tu amor y tu asistencia en ninguna de
nuestras tribulaciones, en ninguna de nuestras angustias. Por Ti la
misericordia inunda la tierra; por Ti unge y alegra incesante y firme esperanza
a los corazones que sufren y luchan. La bondad y la ternura manan de tus
entrañas tan caudalosamente, que toda alabanza y ponderación son cortas; Tu
suma mansedumbre vence toda la suavidad y júbilo de los cielos. Y si no había
de ser para enviar consuelo al que sufre, luz al turbado, y salud al enfermo ¿habría Dios atesorado en tu
corazón esos océanos de materno amor y de efusiva y tiernísima largueza? Como en el cielo eres clarísima
y resplandeciente estrella que refleja sobre los bienaventurados la luz
recibida del Sol divino; así para la tierra eres la alegría, el júbilo y la
hermosura de la Casa de Dios, y cifra y misterio de los supremos anhelos de los
predestinados. De Ti solamente recibe todo mal el remedio. Alarga, ¡oh Virgen escogida sobre todo el humano linaje, oh pingüe
bendición de Dios, oh suavísimo regalo venido de los cielos!, alarga tu mano y mide la profundidad, la extensión y la altura de
nuestras aflicciones, de nuestra voluntad tibia e imperfecta, de la suma de
nuestras necesidades, y como en Ti conocer sea lo mismo que compadecer y dar,
nuestras almas, inundadas por los torrentes de tu piedad, serán otras tantas
voces que la pregonen y le den gloria.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la
prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
ORACIÓN
FINAL A NUESTRA SEÑORA DE POMPEYA PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh,
Santísima Virgen de Pompeya, ¡que
resplandeces y reinas por los más extraños prodigios e insignes favores sobre
ruinas y restos de ciudades que simbolizan a nuestros ojos el paganismo más
sensual y la justicia de Dios castigando el pecado! Las
gracias que otorga tan largamente tu mano, esparcen por el mundo la gloria de
ese nombre, y descubren una vez más cuán plenamente Dios ha dejado a tu
voluntad la dispensación de los tesoros de su poder. Ven, pues, en ayuda de mis
deseos; cubre mis oraciones con tus entrañas de Madre y con las riquezas de tu
piedad, y haz que lleguen agradables hasta el trono del Altísimo.
Que por tus ruegos, Madre de la gracia, se
amortigüen en mis sentidos las llamas de la sensualidad, y suba mi alma a
pureza confortadora y raíz de toda justicia; responda el esfuerzo del hombre,
en la medida posible a mi flaqueza, al esfuerzo de Dios por salvarme; el lado
humano de salud no falte al lado divino, antes bien en la hora de obrar con
Dios, pueda y sepa yo corresponder hasta dar llena la medida de los frutos por
El sembrados y vivificados; y en fin, que no devoren, Señora, la tristeza y la
melancolía enervadoras el ánimo de tus devotos, sino que, junto con las
virtudes de fe, esperanza y caridad recobre el consuelo que da fortaleza y
ardimiento, y aquella superior confianza que inspira espíritu de oración y perseverancia
en los deseos de Dios. Así sea.
En el
nombre del Padre, y del Hijo ✠,
y del Espíritu
Santo. Amén.
DÍA SEGUNDO – 30 DE ABRIL
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES LA OBRA MAESTRA DE LA
JUSTICIA DE DIOS
La Divina Sabiduría ha
concentrado en María Santísima los más vivos y gloriosos prodigios, y ha
empleado en modelarla anhelos y gustos infinitos hasta hacer de Ella su obra
más perfecta y singularmente única; a
su vez la Justicia de Dios ha reverberado sobre Ella la más profunda
refulgencia de su virtud, el trasunto más perfecto de sus armonías, el ejemplar
supremo, en el orden humano, de la más pura santidad.
«Yo, dijo el Salvador, aquello que a mi Padre agrada, lo hago siempre». Esto mismo acontecía en la Madre. Por
todo el transcurso de su vida mortal, sus labios, su corazón, todos sus
afectos, pensamientos y actos decían incesantemente: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y
lo decía con tal humildad, amor y perfección, agrandándose por instantes, que
sin cesar se cumplía en Ella la palabra de Dios, causando efectos cada vez más
profundos y más divinos.
Es sabido que María, no por estar toda ella
llena de gracia, era menos libre y dueña de todos los actos de su libre
albedrío, de sus preferencias y de sus determinaciones. Era libre Nuestro Señor gozando de la visión beatífica ¿y no había de
serlo María viviendo en la fe? Su libertad
se movía en ambientes de pureza y de gracia ilimitadas; era tanto más
esencialmente libre y exenta de trabas cuanto estaba más distanciada del
pecado. En María Santísima la naturaleza y el pecado
se rechazaban radicalmente porque Dios al santificarla en su concepción había
extinguido en Ella todo posible pecaminoso ardor de concupiscencia; pero,
además de esto, y atendida solamente su voluntad, ni una sola vez se había
inclinado al pecado ni aun por breves instantes. «La
voluntad de esta criatura, dice el Doctor Seráfico, estaba tan adherida con el bien, que era como clavada é
inmovilizada en él. Por gracia, añade,
tenía aquella imposibilidad de pecar que tienen los
comprensores, de los cuales es Ella Reina y Señora.» El sumo teólogo Alejandro
de Hales quiere que entendamos que la libertad de
María estaba como necesitada del bien; y que le era, una vez hecha Madre de
Dios, tan natural y necesario como lo es el aire para la vida del hombre. Para
persuadirnos que el pecado era en Ella actualmente imposible, basta pensar en
los dones con que la enriquecía de continuo la liberal mano de Dios; en la
superior gracia habitual suya en lo interior, y las más vivas gracias actuales
que la adornaban en lo exterior; la ciencia divinamente infusa y embebecida de
continuo en la contemplación de las cosas divinas; la nunca interrumpida
ascensión de su amor a Dios; la omnímoda perfecta subordinación de los sentidos
al imperio del entendimiento, al punto que nada podían hacer sin su consejo y
aprobación; y, en fin, aquello que San Bernardino de Siena llama admirablemente
«una íntima sensación y deleitosísimo gusto de su maternidad
divina, que tenía en constante emoción sus entrañas y robado el ánimo al
pensamiento y sabor del Hijo de quien era Madre, y de la deuda con que la
obligaba con Dios esta dignidad tan sublime».
Tantos privilegios no eran obstáculos puestos a su libertad o impulsos y
fuerzas que la aprisionasen fatalmente con el bien y el recto obrar; no eran
sino mayores títulos de independencia, de seguridad y de incontrastable
fortaleza. La libertad moral de María no estaba en poder elegir entre el bien y
el mal. Su libertad era cumbre de orden; expresión, trasunto acabadísimo en lo
humano de las armonías celestes y del más alto gobierno divino. Penetraba con
viva percepción así por los senos del mal como por los del bien; mas contra el
mal experimentaba tal horror que sin violencia la apartaba al momento y
enteramente, como si la moviese un sacro y fuerte instinto, una suerte de
incompatibilidad, a la vez nativa y voluntaria, todavía más eficaz, más noble y
excelente, que cualquier acto de esfuerzo y de imperada adaptación; y con
respecto al bien sentíase siempre tan suave y fuertemente inclinada, lo conocía
a través de tan purísimas lumbres y lo amaba de un modo tan ardiente y
soberano, que es quedarse muy distante de la verdad decir que entre el bien y
María mediaba un connubio incesantemente renovado e inalterablemente pactado. Entre María y el bien todo era conveniencia, simpatía, mutua
donación, fidelidad encendidamente amorosa, y diríamos aún hermandad y
parentesco de naturaleza y de gracia.
Este vivir de la voluntad de María tan por
completo unida con el bien era por un acto propio y del todo libre; procedía de
un acto de preferencia; jamás, en un sentido propio por distracción,
constreñida o impulsada. Tenía Ella un señorío tanto
más pleno de sí misma, cuanto más reinaba Dios en Ella, a quien estaba sujeta y
a quien se entregaba con efusivo amor sin tregua ni descanso. Ella era dueña de
todos sus actos, potencias y sentidos, en la misma medida en que Dios era el
Señor de todo su espíritu; y tan supremo y apacible imperio se extendía
y transparentaba en todo; en sus obras exteriores e interiores, en las más
grandes y en las más pequeñas, y hasta en los primeros y más imperceptibles
movimientos, que son como los gérmenes y las raíces de nuestras operaciones
morales.
Era,
pues, en María la sed de bien un cúmulo y una suprema transcendencia de todas
sus energías, de todas sus potencias y sentidos, no mermadas ni distraídas por
importunas solicitaciones del mal, por reiteradas o persistentes luchas, que
hacen inevitable una pérdida más o menos notable de atención y de esfuerzo a
fin de sustraerse a sus posibles efectos o contagios.
El ejercicio de su libertad en orden al
mismo bien, era holgadísimo y todo lo mayor posible siendo el cielo de su vida
limpio, sereno y dilatadísimo. Cuanto obraba lo hacía sabiendo y queriendo
hacerlo, é inclinada y determinada por razones tan hermosas, tan elevadas y tan
divinas que ninguna otra vida ni por dignidad ni por excelencia se le acerca, a
excepción de la vida de Cristo, de la cual la misma vida de la Virgen es sólo
el más perfecto traslado.
Enseña la Teología que el mérito
sobrenatural de un acto presupuesta la libertad en el individuo, se mide por el
grado de gracia, por el amor que mueve a obrar, y por el valor inherente al
acto. Ahora bien; en la Santísima Virgen la gracia fue
siempre de un grado sublime, y ni por un solo instante de su existencia dejó de
estar toda Ella henchida de gracia. Suprema en los primeros albores de su vida,
creció por momentos y en proporción que excede los cálculos humanos hasta tocar
con los años los confines de la inmensidad, y constituir la acumulación de
todas las gracias comunicables, es decir, el tesoro y la cifra de todas las
gracias dispensadas o que es posible dispensar sobre la universalidad de las
criaturas. En cada uno de los actos que llenaban el curso de sus días y
aún de sus noches— pues también de la Virgen ha de decirse, como lo decía de sí
el Esposo de los Cantares, que en el sueño velaba y crecía en gracia—, Ella
acumulaba y hacía entrar la totalidad de su gracia. Fuese que orase, fuese que
trabajase, o que tomase el cotidiano sustento corporal, o cualquiera otra cosa
que hiciese, siempre y de todos sus actos, lo mismo interiores que exteriores,
era la savia toda su alma, toda su vida íntima, toda su gracia infusa y
adquirida, circulando invariablemente su plena y férvida voluntad. ¡Qué fuente de
agua saltaba caudalosa hasta la vida eterna de cada uno de los actos de la
Virgen, y cuyas gotas valía cada una por un océano!
No es fácil adivinar cuál aire de amor lo
alentaba todo en este sublime espíritu de María. Sólo por motivos de amor cabe
explicar su virtud de sobrehumana constancia, y su prodigiosa eficacia para
henchirlo todo de santidad y de unción divina sin omitir ni perder un átomo de
la vida partida del alma. Como en Cristo así también acontecía en la Virgen,
que un acto cualquiera, aun el más vulgar, era un concierto de todas las
virtudes; todas acudían y desplegaban sus tesoros, obedientes al fin previsto y
ordenado por el amor. Cada obra suya era a manera de una sinfonía que extasiaba
los cielos; a manera de un coro angélico que el amor precedía, gobernaba v
alegraba. El amor daba orden y ley a todo, a cada anhelo señalaba un fin y un
camino; a cada aliento sustentaba y daba forma, lo penetraba con su virtud y le
imprimía carácter. Nadie tampoco había amado tanto a
Dios, después de su Hijo Santísimo —el cual también era Dios—, como le amaba María; de ningún corazón, ni en la tierra
ni en el mismo cielo, había subido hasta el trono de Dios el perfume de tales y
tan vivos derretimientos, la lumbre y el calor de tales llamas de caridad, como
salían y abrasaban el inmaculado corazón de la Virgen. Tan íntima unión enlazaba el corazón de María con el corazón
de Dios, que el mismo Espíritu Santo, que es amor substancial de Dios, era en
Ella como su propio órgano, el ejemplar vivo, la raíz activísima de sus
vibraciones y de sus anhelos. Ardiendo en unas mismas abrasadoras llamas, en
todo parecía identificado con Él. Pues si tal era su amor, ¡cuál no sería
su merecer!
Cada una de sus obras valía un mundo, y
todas juntas formaban a modo de un universo creado, más hermoso, ciertamente,
más opulento y más precioso para Dios que el que salió de sus manos en los
primeros días de la vida. El mero sonido de su melodiosa palabra, los piadosos
latidos de su corazón y los castos estremecimientos de su cuerpo subían hasta
Dios como himnos de alabanza más agradables que los acordes de las harpas de
los serafines. Es de fe que, si Dios no hubiese tenido otros designios, habría
bastado un acto, tan pequeño como se quiera, una palabra, una oración o una
lágrima de Jesús, para redimir y salvar al mundo, y aun muchos mundos. No
podemos decir esto mismo de María; pero en razón de lo unida, de lo identificada
que, por tantos conceptos, estaba con su Hijo, cada acto era una comunión
práctica con los actos del Redentor, era destello vivísimo y directo de la vida
propia y esencial de Jesús. Todavía no se había encarnado, y ya la unía con el
Salvador futuro una fe insuperable y una misteriosa y fecunda unidad de
espíritu. Por Él, por sus misterios, por su vida y por todas sus obras recibía
en el más alto grado posible cuanto había de comunicable en su valor moral, en
la sobreeminente pureza, en la soberana excelencia y en el infinito alcance. Si
todas las acciones de Jesús eran siempre acciones de un Dios, cualquier acto de
María era siempre un simple acto de una hija de Dios, sino de la Madre de Dios,
y por este solo motivo contenía una gracia, dignidad y valimiento superiores a
toda ponderación y discurso, una plenitud que frisaba con la inmensidad,
mayormente que lo que Ella hacía no derogaba ni empañaba jamás, antes siempre
se ajustaba al honor de esta maternidad y revelaba sus intensos fulgores.
Evidentemente, pues, los actos de María eran la cosa más perfecta y acabada; granjeaban a Dios
mayor gloria que toda la santidad del empíreo; eran una continuada ascensión
que iluminaba toda la casa de Dios, los méritos perfeccionando la gracia, en
justo retorno, ennobleciendo los méritos; eran un perenne manantial de alegría
para los espíritus bienaventurados, y arrebataban de las manos de Dios tales
lluvias de bendiciones sobre la tierra, que con nada son comparables. A
esto aludía por elegantísima manera la Sagrada Escritura al decir: «Yo soy Madre del bello y ardiente amor, del temor, del
conocimiento y de la santa esperanza. Yo produje fragancia como la vid, y mis
flores y mis frutos son flores y frutos de gloria, de pompa y de riqueza».
Pero la cima ideal
de todas sus obras, la gala y el primor de todas sus virtudes, la cumbre de lo
más eminente de su vida espiritual, su obra soberana más regia, más sacerdotal,
más santa y más excelente y divina, en el concepto de la justicia esencial,
haber concebido libremente y por amor al Verbo de Dios cuando Él quiso
encarnarse, y haberlo engendrado en el tiempo, dándolo, también libremente y
como fruto de su voluntad, a un mismo tiempo a Dios y a los hombres. En
las demás obras María sobrepujaba a todos los Santos y a todos los espíritus
celestiales; en ésta Ella se aventaja a sí misma. Aceptando la palabra del
Ángel, se juntaban la voluntad creada de María y la increada de Dios para
producir un mismo efecto, siendo éste el más soberano que podía salir de la
omnipotencia divina; con su fiat, creó, no
un caos del cual surgiese un mundo como por el fiat de Dios Creador en el
origen de los tiempos, sino un mundo en donde la magnificencia había de ser
infinita, y pasó a ser causa voluntaria y meritoria de
la encarnación benditísima, causa de la vida entera de Cristo, de todos los
efectos de la inefable vida condensada en Él, de todas sus consecuencias y
derivativos en orden a Dios y en orden a los hombres, así para el tiempo como
para la eternidad. Es indudable que Ella, en términos absolutos, podía
no haber consentido a la divina invitación manifestada en el mensaje del Ángel,
pero de hecho consintió, como era natural consintiera siendo toda Ella un
resplandor vivísimo, una resonancia directa y fidelísima de la vida de Dios; y
todo su ser, todo su vivir se concentró y se fundió, sin revocación posible, en
este consentimiento, renovado, plenamente abrazado, a cada latido de su corazón
por todo el tiempo de su permanencia en este mundo.
El misterio de María estriba precisamente en
esto, en recibir y comunicar incesantemente a Jesús; en ser el necesario
intermedio escogido por Dios mismo para comunicarse al hombre, en ser el caño
de vida divina siempre abierto sobre los hombres. Hizo
donación de Él a la humanidad cuando le engendró en su castísimo seno fecundada
por la virtud del Espíritu Santo; cuando los cielos le vieron con asombro
nacido en el portal de Belén; cuando libremente, con potestad de Madre y con la
virtud de Cooperadora de todas sus obras, y más que de otra alguna de la
redención, le inmoló en el Calvario, juntamente con Él, que se inmolaba, y con
el Padre celestial, cuya voluntad era la razón del sacrificio; cuando Él, para
satisfacer y calmar las infinitas ansias de su amor, dio a todas sus anteriores
donaciones una forma más eminente y a la vez más misteriosa, en la Eucaristía;
cuando, en fin, habiendo Ella sobrevivido a su divino Hijo, y habiendo bajado
sobre Ella el Espíritu Santo para confirmarla como Madre de todo el mundo
místico de Cristo, se sintió fecunda de todas las generaciones que habían de
creer en la palabra y en la virtud del Verbo humanado, y les dio, ya entonces
en principio y en vistas a su predestinación, a Jesús como semilla y raíz de
vida divina en el hombre. Pues esta misma maternidad, tan noble y
magnífica en dignidad y eficacia como es suprema y universal en la extensión,
siendo enteramente voluntaria en su principio y en sus efectos ¿puede dejar de
ser meritoria y aún abismo de merecimientos?
Conociendo estas altísimas cosas que la fe enseña,
que la más segura teología ilumina y ayuda a penetrar, que consuelan y
enardecen el amor ¿es posible detener los deseos y las inquietudes del pensamiento por
ir más allá, y por ahondar más en los misterios de Dios y escudriñar la
soberana consumación de la Divina Justicia en esta Virgen, hasta ver y tocar
como quedaron convertidos en océanos de gloria estos vastísimos océanos de
gracia? Pero ¿no será también el silencio una profunda y purísima
adoración de las cosas divinas y de sus insondables piélagos, el más suave y
alegre refugio para el alma, y quién sabe si la única expresión posible al
hombre, cuando los más sublimes pensamientos le deslumbran y desconciertan, y
los más abrasadores afectos le agitan, le oprimen y le desfallecen?
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN ILDEFONSO
¡Oh
dulcísima medicina de nuestras almas!
¡Oh cierta luz de nuestros corazones! Seas
Tú medicina de mis dolencias; destierra de mis ojos la noche; esclarece las
obscuridades de mi fe; robustece mi esperanza e inflama mi caridad. ¡Oh hermosa y vivísima estrella de la cual salió el que
es substancial resplandor de la gloria del Padre para brillar sobre los
esplendores de los Santos! Como la alegría de limpia alborada despuntó
tu luz a los sentados en sombras de muerte; como aurora que sube al amanecer el
día corriste con alegres pasos señalando en el cielo del alma el camino del
nuevo y nunca visto sol, dejando tales efectos tu suave claridad, que aún hoy
lucen, a manera de corona y de collar de ricas perlas, en las sienes y en los
pechos de la Iglesia. Envía esa tu suavísima y fuerte lumbre que ilustra al
cielo y al mundo; traspasa las diamantinas puertas del infierno; fecunda las
semillas de virtudes sembradas en el alma por la mano del Creador, e infúndenos
aquella paz que es gaje de divina amistad. ¡Oh Tú,
Madre del Eterno Verbo, de la increada Sabiduría, que en el cielo apacienta a
los ángeles, y en la tierra comunica al hombre sentidos desusados y divinos!
¡Oh cerrada puerta del templo, sólo abierta para el Rey de reyes! ¡Oh morada
sacratísima y secretísima de la beatífica Trinidad! ¡Oh misteriosa y celestial
nube que luce sobre el mundo como el sol en perpetuas eternidades! Alúmbranos
y regocíjanos con tu claridad, cúbrenos con el majestuoso manto de tus
virtudes, deja caer sobre nuestras almas la lluvia de tu gracia, y aparezca
fecundidad en nuestras manos hasta dar flores y frutos que sean agradables en
la presencia del Señor. Así sea.
PETICIÓN
La rosa plantada en
los inmortales vergeles del cielo esparce por la tierra sus perfumes, y
conforta y alegra a los hombres, después de haber recreado con sus galas y
embriagado con su fragancia a los príncipes de la eterna dicha. Tú, Virgen purísima, resplandeces en la economía de
Dios como rosa cuya vista renueva todo posible amor y toda esperanza, y cuya
fragancia suavísima despierta y derrama belleza, vida y gracia en los
espíritus. Acoge a tus devotos cuando en horas de pena llaman a Ti y sus labios
murmuran entre sollozos tu nombre, lauro y presagio de honra y de virtud;
cuando sus manos trémulas por la congoja buscan las orlas de tu manto para
templarse con las gotas de unción que destilan tus pechos; cuando sus ojos, ora
nublados por el dolor, ora excitados por el espanto, busquen vida en la lumbre
ardiente de tus miradas.
Todo en esa tu
imagen delata lo eminente de tu bondad; todo nos persuade cuan pronto destila
el consuelo tu corazón materno, derretido en las hogueras del amor a la
Divinidad Altísima. Por esto siempre y anhelosamente acudimos a Ti implorando
los favores de tu caridad y los suavísimos refrigerios de tus palabras. ¿Cómo, pues, habrá tristeza en el ánimo que Tú ilumines
con un solo rayo de alegría? Inclina, Madre benignísima, tus oídos a nuestros ruegos; y
acerca a mis labios el mirrino vaso de tu gracia, que es fuente de vida manando
licor de regalada dulzura para los bienaventurados. Una gota de este licor es
de tal nobleza y eficacia, que nada valen en su comparación las suavísimas
delicias que los ángeles podrían ofrecernos. Sea, oh Madre dilectísima, tu presencia manantial de
íntimos solaces en mi alma, y de alegría y de exaltación en el pensamiento.
Quede sellada eterna e indefectible nuestra amistad; todo ostente desde hoy que
Tú eres nuestra Madre como nosotros somos tus hijos.
—Récense tres Avemarías
en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo
Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la
Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
DÍA TERCERO – 1 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA, OBRA LA MÁS EXCELENTE DEL
DIVINO AMOR
En las
relaciones de Dios con la Santísima Virgen precede y sobresale de un modo
eminente el Amor. Si la Sabiduría hizo gala de su resplandeciente
magnificencia en la edificación de este su Templo; si la Justicia agotó toda su
virtud comunicable y sus castísimos carismas para premiar las sublimes virtudes
e incomparables méritos de María desde que ésta tuvo existencia; si la mano de
Dios la arrebató de las manos de la muerte y del sepulcro para coronarla en el
cielo con gloria imposible de imaginar; es porque lo
quiso, lo ordenó y decretó el Amor; porque amor era aliento que fecundaba y
hacía florecer en María las inclinaciones y las semillas de los demás divinos
atributos. Amor puso las manos en esta obra y amor la consumó. Amor ideó y
trazó los eternos designios, y amor también creó las riquezas convenientes y
las glorias de sus triunfos y de sus conquistas por los siglos de los siglos. El Amor, diremos recordando una frase sagrada, es el alfa y el omega de María.
Una dulcísima discípula del Verbo, Santa
Catalina de Siena, escribe en uno de sus Diálogos que «la creación está hecha de amor». ¿De qué, pues, estará hecha María, la reina
y la flor de la Creación? Todas
las cosas creadas rebullían eternamente en el seno de Dios caldeadas por el
Amor; y no hay en este mundo un solo hombre a quien Dios no hable a lo más hondo
de su corazón para decirle: «con amor eterno te he
amado; por lo cual pensaba contigo y te llevaba en los senos de mi
misericordia». ¡Cuán
admirable es este misterio de nuestra ideal preexistencia en Dios, este
misterio de predestinación, que es la razón altísima de todas las divinas
condescendencias con el hombre! Pero
¿cómo
vislumbrar, no digamos su naturaleza, sino aun su mera posibilidad, si los
destellos de amor no llegan hasta nosotros y no nos ayudan a descifrarlo? A
la verdad, ese anhelo de Dios por nuestras almas que tantas cosas delatan; la
luz y la claridad con que Él se nos manifiesta centelleando sobre las cosas
creadas los fulgores de sus infinitos misterios, y las formas seductoras y
variadísimas que toma para hablarnos; las secretas influencias que envía sobre
nosotros, los innumerables lazos con que nos solicita, nos busca y nos encadena
por los varios caminos de la vida; esas secretísimas, deslumbradoras e
inefables voces que resuenan dentro de nosotros en innumerables horas evocando
resabios divinos y perdidos y velados recuerdos de nuestro primer origen; todo
es obra del Amor. De él no cabe decir que haya nacido, sino que vivía y ardía
en toda su actividad y con toda su llama antes que existiésemos, pues nuestra
existencia fue su primer beneficio.
En esa eternidad, en ese inmenso e
inviolable reposo, enardecido y vibrando por un amor activísimo, no es decible
cómo y con qué amor determinante y preveniente y con cuan plena libertad de su
vida esencial Dios amaba a María. Desde el primer instante de la existencia
temporal de la Virgen este amor secretísimo, y por toda la eternidad represado,
desbordó y se derramó sobre ella dándole la más perfecta comunicación de sí.
Las infinitas y eternas complacencias que en el sagrado recinto de su dicha
experimentaba Dios por aquella naturaleza humana con la cual su Verbo había de
unirse, se extendían, como los efectos nos llevan hasta sus causas, como los
arroyos nos remontan a sus primeros manantiales, hasta la Virgen, puesto que
mediaba entre las dos uniones indisolubles, y la transformaban en la cosa más
parecida con Dios en virtud y en belleza. Sin duda alguna, tales complacencias
del Amor hallaban descanso y deleite primero en Jesús, por ser Él el principio,
el fin y el todo de su Madre como de toda criatura; pero el mismo orden que
pide que María como Madre preceda a su Hijo, pide y reclama en el tiempo, que
primero estas infinitas complacencias se precipiten sobre todo el ser de esta
singularísima criatura, autora, después de Dios, del Mesías y su único
principio humano.
No son dos amores, en efecto: sino un mismo
y único amor a los dos designa, prevé, ordena y cobija. También Ella puede
decir como su Hijo: «Dios me poseía en el
principio de su camino; ya de antiguo, antes de todas sus obras». «Desde el
principio y antes de los siglos Dios me crio y me hizo reposar en las más altas
cimas de su morada».
Y bien que este eterno e inefable amor de Dios por la Virgen se alimentase en
numerosas razones, y fuese apoyado y como excitado por todos los resplandores
de la razón divina, era, no obstante, como el mismo amor con que ama al Hijo de
sus entrañas, personal y espontáneo; tenía en Él, y
sólo en Él, el principio, los motivos y los fundamentos; este amor eterno e
inefable era, por la razón misma de ser su principio, el ejemplar y el modelo.
Dios, pues, amaba a la Virgen sólo porque la amaba; la amaba sólo por amarla y
por ser Él amor, y tal amor que hace cuanto quiere, y se mueve o reposa cuándo
y cómo le place.
Evidentemente, pues, el amor había de
acumular primero en la predestinación de esta mujer, y luego en Ella misma, en
su realidad substancial y viva, apenas creada, todos los títulos que podían
encumbrarla y dignificarla. Santo Tomás hace notar «que no siendo posible una absoluta disparidad entre un efecto y
su causa, es de razón admitir que María, por haber dado á luz al Hijo de Dios
revistiéndole de nuestra causa, hubo de ser preparada y enaltecida con las
perfecciones más parecidas a la condición de Dios». En este sentido y glosando
una sentencia del Doctor Angélico escribía Santo Tomás de Villanueva: «Si la dignidad de la Madre ha de guardar una cierta proporción
con la excelencia del Hijo, ¿quién duda que siendo
Éste infinito es también en algún modo infinita la dignidad y la perfección de
la Madre?». «Para medir y rastrear la excelencia de la Madre, exclamaba San Gregorio
Nacianzeno, pensad primero en la
del Hijo», Por
lo cual así el Amor ordenó y quiso que Ella fuese,
cuanto era posible que fuese una pura criatura, esto es, la eminentísima suma
de todo lo verdadero, el más primoroso ejemplar de bondad y de belleza, y que
en Ella alcanzaran todos sus límites los reflejos comunicables de las
perfecciones divinas; que esta criatura, que era su eterno deleite y su
inefable hechizo contemplada en aquel ser ideal que Ella tenía en su esencia,
quedase tan unida y con tan misteriosos y augustos lazos y tal suma de
relaciones con Jesús que fuese a la vez su esclava, su discípula, su
confidente, su amiga, su hija primogénita, su esposa virgen, su compañera, su
ayuda semejante a Él, su santa por excelencia, la única de su corazón, y en
fin, su Madre. Esto, sobre todo, porque de esta relación dimanan las
demás; ésta las compendia y aventaja a todas, elevándolas, consagrándolas y
dándoles toda su perfección.
Cuando un tal amor hubo ideado y modelado a
esta altísima Virgen a la medida de sus eternos deseos, ya no tuvo medida en su
obrar. Saltó como impetuoso río de aguas vivas sobre Ella; y Ella quedó hecho
el reino de todas las galas, de todas las magnificencias, de los desvelos y de
la dicha de Dios. El amor mismo de Dios pasado todo a
su alma era el sol y el hogar de toda su vida interior; el alma de su alma, el
corazón de su corazón; una gracia culminante que la llenaba de luz y la
abrasaba, y abrasándola la fecundaba haciéndola primeramente augusta Madre de
Dios, después, y por virtud de esta maternidad, Madre suprema de los hombres.
María fue lo que al amor esencial plugo que fuese; no vivió jamás sino de amor,
toda en amor, y sólo para el amor. ¿Cómo, sin embargo, el sol del amor que había puesto su
firmamento en el alma de la Virgen Santísima no centelleaba según su natural y
su fuerza en todos los actos y palabras de esta augusta criatura, para
deslumbrar al mundo y cautivarlo y empujarlo a Dios? El amor,
obediente a los deseos de la sabiduría, que eran también los suyos, había
previsto que tan sublimes fruiciones y glorias quedaran ocultas y como veladas
debajo de discretos límites, mientras durase la peregrinación de esta hechura
suya por nuestro suelo, a fin de que pudiese acrisolar también a Ella esa
economía de pruebas que dejan sentir en las criaturas el yugo de leyes
positivas, el peso de cargas ineludibles: cargas de
trabajo, de dolor y de sacrificio.
Para Dios, todo Él caridad, que jamás aparta
la vista del fin propuesto a todos, equivale esa ley de dolor y de dilaciones,
como es fácil comprender, a labrarse para sí un vacío en las criaturas objeto
de sus tan vivas y pródigas ansias. Cualquier acción del dolor en la criatura
ahonda nuevos abismos, que Él ha de llenar un día, y sólo Él puede llenarlos.
La prueba y el dolor son el gran misterio de la elevación de las criaturas; las
despojan y vacían de sí mismas; reconcentran y quintaesencian todo el ser del
alma y todas sus energías a fuerza de replegarlas hacia adentro, y las dilatan
y hacen mayormente capaces de la plena posesión de Dios, que es su fin. A esta
ley imperiosa de formar en nosotros pura, amplia y absorbente capacidad que
permita a Dios fluir copiosamente en nosotros y colmarnos de su condición en la
medida prevista en el decreto de nuestra predestinación, alude el Apóstol
cuando exhorta al hombre a remontarse por la fe hasta la edad del varón
perfecto «a la medida de la edad de la plenitud de Cristo». Lo mismo para
María, que, para cada uno de nosotros, la vida sobre este suelo ha de ser, por
deliberada ordenación del Amor, una preparación, un ensayo a la unión eterna
con Él.
Pero cuando María, transcurridos los setenta
y dos años de su existencia en este suelo, donde las dilaciones excitan las
ansias, llegó a la hora, prevista eternamente por Dios, de romper las
misericordiosas cadenas de dilación que el Amor se había impuesto, y éste
tocaba al final suspirado término en que había de aquietar sus infinitos
anhelos tomando posesión y entrándose abundosamente por los senos de esta
criatura sin más medida que la insaciable voracidad de sus propias llamas;
cuando María, transfigurada, hecha toda ella pureza y lumbre de Dios, fecundada
de virtud, ataviada por la mano del celestial Esposo, y madura para el gusto de
Dios, desnuda toda de sí misma y de todo cuanto no era Dios o de Dios, abierta
a Dios y a sus más invisibles influencias hasta sus más hondos senos, hasta las
posibles extensiones de su ser agrandado por la llama devoradora de un amor
infinito; cuando, traspasados los espacios de este mundo penetró en la
eternidad, en la inmensidad, en la inmutabilidad, en el mundo increado donde
Dios tiene su propia morada, y donde reina como dueño absoluto con la fuerza,
con la seguridad y la soberanía que cuadra a su naturaleza; cuando, en fin,
hubo hecho esta Virgen de sí misma a Dios la más perfecta donación, la última
donación que compendiaba y consumaba todas las pasadas; entonces el Amor,
resarciéndose con creces de la tardanza, obró con los ardores y con la
vehemencia de su condición, y se convirtió en un río cuyas impetuosas avenidas,
al decir de la Sagrada Escritura, alegran la ciudad de Dios, y la colmó con
inefable plenitud; vació sobre Ella a raudales los infinitos tesoros de las
perfecciones, de los estados y de las arrobadoras delicias de Dios; la abrazó,
la estrechó, y la unió a su divinidad tan íntima e indisolublemente cuanto era
ello posible para una criatura cuya persona no fuese una de las tres divinas. «Ella suspiraba en este suelo, dice un piadoso escritor, porque Dios la besara con un beso de su boca; pero Dios al
recibirla en los umbrales de su gloria la besó con todo el ímpetu de su amor y
con toda la extensión de su omnipotencia a toda Ella, hasta los más hondos senos
de su espíritu y las más secretas energías de sus potencias».
Aquí terminó la acción del
Amor en su obra predilecta y obra maestra por excelencia. Desde aquel punto
principió, para no acabar jamás, entre Ella y las tres adorables Personas una
mutua donación, un flujo y reflujo, una comunión actual y activa de vida que
imita y reproduce con la posible fidelidad aquel inefable movimiento que
constituye la vida esencial del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN
BUENAVENTURA
¡Oh María, dulcísima robadora de corazones! ¡Oh deleitable hechizo y embeleso del entendimiento! ¿Por qué, Señora, atormenta de esta suerte tu amor? ¿Por qué tan
copiosamente das esos gustos de Dios a un tiempo agradables y congojosos? ¿por
qué quieres trasladar tanto cielo en el barro y endiosar a una tan vana y ruin
criatura? ¿Por qué buscas embriagar el alma con el vino del amor de tu Hijo, si
en nada, que sea digno de Él, puedo servirle y corresponderá? ¿Qué provecho se
te sigue que a Ti y a tu Hijo ame con entrañado y fuerte amor? ¿Por ventura no
hacen tu dicha los espíritus del cielo, que aún busques el mío pobre y terreno?
Pusiste tu flecha contra mí, y diste tan certero golpe que mi alma
ya no es mía, sino tuya; ahora guárdala y no la dejes salir de la escondida
recámara de tu gracia.
PETICIÓN
¡Oh amantísima
Madre de Dios, cuya suavísima ternura sobreabunda más de lo que puede concebir
el entendimiento humano! Heme aquí,
humildemente postrado y encogido delante de tu imagen, que me remonta por el
pensamiento hasta el trono de sublime gloria que tienes en el celestial reino
sobre todos los ejércitos angélicos, y me deja entrever la suprema hermosura de
tu pureza, la invencible virtud de tu intercesión y la refulgentísima claridad
de aquellas tus altas perfecciones que sumergen en continuados éxtasis a los
bienaventurados moradores del cielo. Tú agradaste y prendiste, oh Virgen hermosísima y sin igual en todos los
siglos, al Rey sapientísimo y potentísimo sobre todas las cosas; tuyos son los
cetros de cuantos imperios existen debajo de Dios. A Ti, pues, acudo, movido de
amor y de confianza, pero también confuso pensando en mi ruindad y sin
atreverme a levantar los ojos, con frecuencia manchados por la concupiscencia y
el orgullo de la vida, y ponerlos en esa tu serenísima faz, toda radiante de
divina lumbre, hermoseada con la más suave púrpura de las rosas y la áurea
pureza de las flores. Pero llamo a Ti escudado con tu misericordia y cubierto
con la copiosa emanación de tu gracia; y te pido me dejes gustar la suavísima
amistad que es regalo de tus devotos, y adornes mi alma con sobria y firme
prudencia, con viva y amorosa justicia, con benigna y amable fortaleza y santa
y alegre templanza.
Todo en esa tu
imagen delata lo eminente de tu bondad; todo nos persuade cuan pronto destila
el consuelo tu corazón materno, derretido en las hogueras del amor a la
Divinidad Altísima. Por esto siempre y anhelosamente acudimos a Ti implorando
los favores de tu caridad y los suavísimos refrigerios de tus palabras. ¿Cómo, pues, habrá tristeza en el ánimo que Tú ilumines
con un solo rayo de alegría? Inclina, Madre benignísima, tus oídos a nuestros ruegos; y
acerca a mis labios el mirrino vaso de tu gracia, que es fuente de vida manando
licor de regalada dulzura para los bienaventurados. Una gota de este licor es
de tal nobleza y eficacia, que nada valen en su comparación las suavísimas
delicias que los ángeles podrían ofrecernos. Sea, oh Madre dilectísima, tu presencia manantial de
íntimos solaces en mi alma, y de alegría y de exaltación en el pensamiento.
Quede sellada eterna e indefectible nuestra amistad; todo ostente desde hoy que
Tú eres nuestra Madre como nosotros somos tus hijos.
—Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que
componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto
de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
—La Oración se dirá todos los días.
DÍA CUARTO – 2 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: PROFUNDA UNIÓN ENTRE MARÍA SANTÍSIMA Y
JESUCRISTO
Tan estrecho es
el lazo que junta los destinos y el ser de Cristo y los destinos y el ser de su
santísima Madre; tan vivo y sorprendente el parecido de las virtudes y
de los hechos entre ellos dos; tan poderoso el reverbero que se envían
mutuamente todas las formas por las cuales los concebimos; es, en fin, tan
fuerte y tan prolongada la cadena de sus obras maravillosas, desde Nazaret hasta
el día de la Ascensión y aun, si bien por diferente manera, hasta el fin de los
tiempos, que a simple vista semejan dos lienzos delatando y reproduciendo una
misma divina concepción; dos seres, separados, es cierto, pero abrazados y
fundidos en una misma vida por una intensa y profundísima unidad de espíritu.
Que sea este modo de ver y de concebir a la persona de María Santísima muy
propio y verdadero, nos lo demuestra la práctica constante de la Iglesia de
aplicar, por derivación, se entiende, y respetadas las debidas proporciones,
los mismos encomios, las mismas ponderaciones que con respecto a la Sabiduría
encarnada nos ofrecen los libros Sapienciales. «Es
constante norma de la Iglesia, escribía
la Santidad del papa Pío IX en la Bula Ineffábilis Deus, seguida en los divinos oficios y sagrada liturgia, trasladar los
textos de las Divinas Letras que hablan de la Sabiduría increada y aplicarlos á
la Virgen cuantas veces se refieren a los orígenes de su predestinación
dependientes del mismo acto de la omnipotente voluntad de Dios que decretó la
encarnación de la Divina Sabiduría».
Por consiguiente, es una verdad fundamental y esencialísima de nuestra fe que a
la purísima predestinación de Cristo y a su inefable e infinita preeminencia se
allega y se asocia, cuanto esto es posible en el ser de una criatura, la
Santísima Virgen, la cual, «desde la eternidad,
según frases que la Iglesia pone en sus labios, tuvo el principado, desde antes
de los siglos, primero que fuese hecha la tierra; y no existiendo aún los abismos,
era ya engendrada; y había ya nacido cuando ni las fuentes de las aguas habían
brotado, ni los montes y collados sido sentados, ni creados la tierra y los
campos, ni ordenado el más leve y elevado polvo del tiempo».
La Iglesia, en
efecto, como cree y confiesa que Jesucristo es Dios y
Hombre y que María es una pura criatura, así también cree y confiesa, y obliga
a creer y confesar, que como Dios, por su vida esencial, es el santuario único
de la vida increada, así María es el santuario único, augusto y dignísimo de su
vida creada; cree y enseña, y ordena creer y abrazar, que por un misterio de
elección y de complacencia perennemente actuales, activas y perfectas, María
está y vive en el pensamiento, en la palabra y en las mismas entrañas de la voluntad
de Dios, es decir, en Dios mismo; y, en fin, cree y enseña que Ella mora en
este centro esencialísimo e infinito de vida, como no están, ni las criaturas
pasivas, tales como los cielos y la tierra, ni alguna, ni todas juntas, de las
más libres y más activas, como son los ángeles divinamente abrasados y
abrasadores. Después de la sacratísima Humanidad del Verbo, nadie está en Dios
y dentro de Dios, nadie vive de Dios tanto como Ella. En el seno del Padre
resuenan desde toda eternidad estas misteriosas palabras del Hijo Unigénito:
Heme aquí. Pues vertiendo en conceptos humanos lo
que de suyo es insondable, no hay ninguna dificultad en afirmar que María
Santísima, y todo lo que Ella es y vive, dijo desde que principió a existir,
dice y estará diciendo incesante y perpetuamente, a Dios, a los derechos, a los
mandamientos, a los consejos, a las mociones e inspiraciones más iniciales de
Dios: Heme aquí. Decíalo viviendo en este mundo, y díselo ahora eternamente,
con todo su ser, con toda su alma, con todas sus potencias, y hasta con todo su
cuerpo, admirable y augusto hogar de la vida del alma; siendo Ella
personalmente, y en un sentido eminente, sumisión, entregamiento y llama
ardentísima e incesante de amor para con el divino querer que tan sublime y
misteriosa la ha formado.
Por esta razón la Iglesia, al pensar en esas
elevadísimas esferas de vida divina en que Ella tiene su centro, y contemplarla
tan enriquecida de perfección y de grandeza, sube de asombro en asombro y se
crece por alabarla y amarla con amor siempre nuevo; y no encontrando en el
idioma humano palabras que trasladen toda la alteza y majestad del concepto que
de Ella ha formado, acude al inagotable tesoro de las imágenes y palabras
divinas, al depósito de los pensamientos y vocablos del Espíritu Santo, es
decir, al Libro sagrado que Dios le dejó como suma de toda su doctrina y como
archivo del idioma del cielo, y tomándolas de él pone en boca de María
Santísima las mismas misteriosas expresiones con que el Espíritu Santo nos
describe las magnificencias de la Increada Sabiduría: «Desde toda la eternidad, tengo yo el principado. Cuando
extendía el Señor los cielos estaba yo presente. Cuando con ley fija encerraba
los mares dentro de su ámbito; cuando en lo alto establecía regiones etéreas y
fortalecía los manantiales del abismo; cuando asentaba los cimientos de la
tierra, con Él estaba yo disponiendo todas las cosas, y eran mis diarios
placeres el holgarme continuamente en su presencia. A mí me pertenece el
consejo y el sólido saber; mía es la prudencia, mía la fortaleza; por mí reinan
los reyes, y los legisladores adivinan qué cosa sea justo; por mí los príncipes
mandan, y los jueces administran justicia».
Existe,
por consiguiente, una tan misteriosa e inefable compenetración, una tal y tan grande
afinidad de destinos y de vida entre Cristo y su Madre, que mayor ya no es
posible. La Madre es viva figura del Hijo y el Hijo de
la Madre; y el uno al otro se prestan el aliento, la refulgencia y la claridad.
En orden a esta unión arcana tienen su natural y su más perfecto sentido
estas palabras del Apóstol: Ni el varón sin la
mujer, ni la mujer sin el varón. Después
que Dios hubo creado al primer hombre, dijo: No es
bueno que el hombre esté solo; HARÉLE AYUDA IDÓNEA PARA ÉL. Envió un sueño misterioso,
un éxtasis, sobre Adán; tomó una de sus costillas, cerró otra vez la carne, y
con la costilla formó una mujer, y la trajo al hombre. Todavía Adán
resplandecía en la lumbre del Espíritu que le había arrobado cuando al ver a su
mujer y por ella vislumbrando a lo lejos los más sublimes misterios, exclamó: Hueso es de mis huesos; carne de mi carne; llámese Hembra porque
ha sido formada del hombre. Y
bañándole el alma la luz del pensamiento de Dios, traspasado el velo de lo
futuro en un orden superior, entrevió los misterios de nuestra formación
divina, y añadió: Por tanto, dejará el
hombre a su padre y a su madre, se allegará a su mujer, y serán dos en una
carne.
Esta historia de nuestros orígenes humanos
ilumina los velados sentidos de las palabras del Apóstol; del mismo modo que
las palabras del Apóstol esclarecen y nos descubren la profundidad y la
profusión de misterios ocultos en aquella historia. Quiere primeramente el
Apóstol que por esa serie de hechos nos traslademos a la divina institución del
matrimonio, al cual apellida gran misterio, gran sacramento; pero siendo, como
él mismo enseña, las cosas del tiempo una imagen de invisibles realidades,
quiere aún que la figura de la historia nos levante a las ocultísimas y
realísimas intenciones divinas. En otro lugar, rompiendo la corteza de estas
cosas sensibles y traspasando la superficie de los hechos para elevar la mente
hasta el valor substancial de las realidades supremas escondidas en las
entrañas de lo sensible, declaró que «el Adán
del primer paraíso era figura de otro Adán, que había de venir». ¡Sublime verdad! «Mientras formaba Dios al primer hombre tenía puestos los ojos, escribe Tertuliano, en un tipo; en el tiempo se dibujaban esbozos eternos, y debajo
de formas visibles se delataba y trascendía un ideal de magnificencia soberana
y libérrimamente concebido. El hombre era una realidad imperfecta y una imagen
de otro hombre perfectísimo, el Adán nuevo y celeste, Jesucristo Nuestro
Señor».
Si Jesús era
verdaderamente, y en un alto sentido y mejor que Adán, el hombre por
excelencia; María era, y no podía dejar de ser, en la forma más perfecta y
mejor que Eva, la mujer, esto es, la mujer por excelencia, la madre común del
humano linaje. Si Adán en el Paraíso era anuncio, era presagio y figura de Cristo
venidero; por la misma razón, por unos mismos títulos, Eva, formada de la
costilla del hombre y para ayuda del primer hombre, era anuncio, manifestación
y figura de María, en quien había de ser una eminentísima y fecunda realidad y
tener su más adorable cumplimiento el significado del nombre puesto a la mujer
del primer hombre, pues Eva quiere decir Madre de vivos.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE UN ANTIGUO
MONUMENTO DE LA LITURGIA
Ven, ¡oh gloriosa Reina María!
Ven
y visítanos; comunica sobre nuestras almas, tristes y marchitas, la poderosa y
radiante claridad de tu alegría, y con ella eleva a esferas de santidad nuestra
vida. Ven, salud del mundo, y lava tantas manchas como nos afean, disipa tantas
tinieblas como nos envuelven. Ven, Señora de las naciones, y apaga las llamas
de concupiscencias que nos abrasan, ya cubriéndonos con el manto de tu pureza,
ya fortaleciendo nuestros pasos en el seguro camino que nos ha de llevar a
puerto. Ven para consuelo de los que sufren, para fortaleza de los débiles y
estabilidad de los que fluctúan entre mares de dudas. Ven, estrella, luz de los
mares, inspira paz y excita a gozo y devoción a tus devotos. Ven, ¡oh cetro de reyes, poderío de las naciones!, y
vuelve al seno de la fe, al amor y vida de su unidad las muchedumbres
extraviadas que han perdido el sentido de la verdad y la corona de su fe. Ven
trayendo en tus manos los dones de tu casto eterno Esposo, el Espíritu Santo, para
que por su lumbre y calor vivamos la vida de gracia, y con ella formen nuestro
sustento aquellos frutos eternos que nos han de merecer el entrar en la unidad
de la vida bienaventurada. Amén.
PETICIÓN
Postrados a tus
pies, oh Madre amadísima, elevándonos a considerar tu perfección suprema, tu
inconmensurable opulencia de vida divina y el Hijo de tu maternidad virginal
puesto en tus brazos, nos sentimos movidos a esperar de Ti que no faltará sobre
nuestros pasos por este amargo valle de lágrimas la suavísima unción de tus
manos ni el confortador consuelo de tu auxilio. Nadie, ciertamente, más piadosa
que Tú para endulzar penas, desvanecer pesadumbres y devolver prontamente la
paz perdida; nadie más poderosa en gracia y en virtud para trocar en alegres realidades
los deseos y levantar el ánimo abatido. Míranos, pues, oh esperanza de afligidos, oh alegría
purísima de los tristes, y llegue hasta
nuestros oídos el acento dulce y pío de tu voz, la palabra confortadora que diga: «Heme aquí, he aquí a tu Madre». El corazón humano no puede no
exultar con la paz de los bienes que trae tu presencia.
Descansa, oh alma mía, en los brazos de quien es divina Madre; oculta en su seno tus males, y
tus angustias; tus imperfecciones debajo de su espléndida virtud. La vida
esencial resplandeciente en sus brazos nos asegura que Ella nunca desecha la
oración del menesteroso, nunca deja sin consuelo al atribulado que la invoca.
Para ser gala y alegría de toda la familia de Dios ha sido formada esta deífica
Virgen y mística rosa, que nacida de regia estirpe, dio a luz la divinísima
flor de los jardines del cielo, Cristo Jesús, a
quien sea gloria y alabanza por los siglos de los siglos.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la
prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
DÍA QUINTO – 3 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: DIGNIDAD DE MARÍA POR RAZÓN DE SU ESTRECHA UNIÓN CON CRISTO
Siendo tan única
y singular la relación de predestinación que le une con la misma sagrada
persona del Verbo humanado, y tan profunda y estrecha que llega a hacer de los
dos como dos fases de un mismo misterio, como dos realidades de un mismo divino
designio; no ocurre esforzar mucho el pensamiento fácil para adivinar
cuán misteriosa y singularmente elevada había de ser la perfección y la
excelencia de María Santísima.
En efecto, por virtud de esta predestinación
María era la elegida para ser la Madre de Dios; y está
sola dignidad contiene cuantos títulos y razones de preeminencia y de
perfectísima condición sea posible concebir, y todavía muchísimos más que
forman en el cielo el objeto de eterna contemplación y deleitosísima fruición
de sus beatíficos moradores. Tales son: las honduras insondables y
arcanas del pensamiento divino que la creó y escogió; la jerarquía única de su
persona tocando con lo infinito y hasta confundiéndose plenamente con el cerco
de lo infinito, vista desde la inexpresable distancia de nuestra pequeñez; una
sobrenatural y tan excelsa hermosura de alma que con ninguna otra cosa podrá
ser nunca parangonada ni asemejada; y por fin, el
inconmensurable océano de gracias en que quedó toda Ella sumergida ya en el
mismo primer instante de su existencia, en el cual fue adornada de todo cuanto
es posible en el género de perfección.
Es natural y lógico, pues, que Dios no la
esboce y no la señale en sus revelaciones y en sus comunicaciones con el humano
linaje, más que como a la afortunada y eminente criatura que Él en sus
infinitos consejos con la Sabiduría y con el Amor ha escogido para ser Madre
del Redentor futuro. Por este su alto destino Ella, en efecto, vive y figura,
ahora encubierta, ahora clara y manifiesta, en el fondo de todas las divinas
relaciones; está en el alma de todos los símbolos; vive en los misterios de
todos los vaticinios, y es objeto e incentivo de todos los santos deseos de las
almas justas de los más apartados tiempos, y de todas las fuertes y ardientes
esperanzas de todos los Patriarcas. A estos destinos de María cantan un mismo
himno y con idénticas estrofas la Antigua y la Nueva Alianza, las voces de los
que entre sombras suspiran por los bienes futuros y de los que se gozan con la
alegría de la posesión. Antes que recibiera la
herencia de las naciones engendrándolas espiritualmente sobre el Calvario con
el heroico y dolorosísimo fiat de su corazón martirizado, David había contado sus virtudes y su majestad regia; Salomón
sus mágicos hechizos, su hermosura y su blanca
pureza; Isaías y Jeremías su maternidad
virginal y divina. Las mismas tradiciones de los gentiles murmuraban el nombre de la bendita criatura que había de
engendrar al Redentor del mundo.
De Ella había dicho Dios a Isaías: «El Altísimo pondrá una señal: una virgen concebirá y parirá un
hijo, cuyo nombre será Dios con nosotros». En
la plenitud de los tiempos, cuando la noche de las sombras y de las figuras
cedió sus dominios a la esplendorosa lumbre de la anhelada realidad, un ángel
del cielo bajó a la modesta casa de Nazaret, y dijo a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre Ti, y la virtud del Altísimo te
hará sombra; por lo cual lo Santo que nacerá de Ti será llamado Hijo de Dios». Por estas
palabras, y por la luz que se envían mutuamente, aquéllas como vaticinio de un
admirable suceso futuro, éstas testificando el asombroso cumplimiento de un
anuncio tan sobrehumano; pénese de manifiesto y resalta con la más viva
claridad que María es sobre todo y antes que todo la Madre de Dios, y por esto
cuán estrechas son la unión, la cooperación fecundamente eficaz que juntan y
abrazan a María y a su Hijo santísimo. Esto
solo es ya bastante para dejar comprender la ilimitada cadena de consecuencias
inefables que se sigue de esta unión.
Sin embargo, cabe recorrer aún a otros
títulos, no menos sublimes, que si no aumentan en el ánimo la certidumbre de
esta materia hacen más viva cuando menos la conciencia de lo ilimitado de sus
vastas profundidades, y de aquel extraño deleite que causa en el espíritu la
sensación de lo misterioso.
Eva es llamada con propiedad retoño de Adán,
y esto mismo podemos decirlo de María, en un grado más subido y excelente,
relativamente a Cristo. Por Cristo y en orden a Cristo, Ella fue divinamente concebida desde toda la eternidad en el seno del
Padre; fue anunciada y figurada en la Ley Antigua; y en el mismo instante de
ser concebida en el seno de su madre, según la carne, fue adornada, como se ha
dicho, con tales gracias y prerrogativas que superan y vencen las mayores de los
más encumbrados espíritus bienaventurados, y aun las de todos ellos juntos. De
la gracia que María recibió en aquel primer instante de su ser, dice un sumo y
piadoso teólogo: «que comenzó donde la
de todos los demás santos y ángeles acaba; que fue más elevada, más perfecta y
más intensa que la de todos los seres razonables que fueron y serán desde el
principio hasta el fin de los siglos; que obliga a postrarse delante de su
majestad a las jerarquías de los cielos, a las muchedumbres de los
predestinados, y al inmenso coro de criaturas que la justicia hermosea».
Cuando Jesús no era, ni era posible que
fuese aún, el blanco de los ardentísimos afectos de toda su enamoradísima alma,
era ya la única y suprema razón de su existencia; pues
si en el orden del tiempo la Madre precede al Hijo, en cambio en aquel otro
orden superior y mucho más real, eternamente subsistente constituido por los
divinos decretos, el Hijo precede a la Madre, y Él la concibe y la forma, por
manera trascendente, á su imagen y semejanza, en aquella medida que determinan
de consuno la limitada capacidad de la criatura y la ilimitada y omnipotente
virtud del que obra y se comunica. Porque no
el varón es de la mujer, escribe
con hondo y arcano sentido el Apóstol, sino la
mujer es del varón; pues tampoco el varón
fue criado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. De lo cual resulta que, por este superior orden de cosas en el cual es Jesús la causa y
la raíz de María, no termina ni acaba en Ella todo lo que Ella, recibiéndolo de
Cristo, tiene y posee en gracia y en perfección; sino que traspasa y se junta
con el mismísimo misterio del Verbo hecho hombre, quedando Ella plenamente
aunada dentro de la íntegra unidad de este misterio.
¡Cuáles resplandores de divinidad dimanan de
esta encumbradísima dignidad de Madre, que sobrepuja todo lo posible en el
orden de concepto! ¡Cuál suma de perfección y de justicia hemos de suponer en
la Virgen Santísima por esa plena unión y esa unidad sin medida con Cristo, siendo
esta unión el principio esencialísimo e inagotable de santidad, de perfección y
de vida sobrenatural!
Si de Cristo derivan los arroyos de aguas divinas, e influyéndolo Él se
desparraman y corren por todo el universo, ¡cómo se entrarían con el ímpetu del mar cuando rompe con
furia sus límites, por todas las potencias y por todos los sentidos y todos los
senos de María, sobre todo cuando las mismas substanciales riquezas de la
Divinidad bajaron y tomaron asiento en su purísimo y casto seno! La viva y fúlgida lumbre del que es Luz inaccesible, los
perfumados ungüentos del que es infinito tesoro de Dios y joyel del Padre, la
cándida belleza del que es Sol y gala de los cielos, la casta fecundidad del
que es flor y pimpollo de la vida esencial y primera, trasbordarían en todo su
ser, y discurrirían por todas sus facultades, energías y sentidos hasta
trocarlos en otros tantos remansos donde la gracia descansara y embebiera el
suelo, en otras tantas fuentes que fuesen recreación y deleite de la Casa de
Dios y de todo lo criado. Si por haber Ella brotado del tronco infecto de Adán,
tuvo necesidad de ser redimida, ¡cuán graciosa, cuán exquisita a Dios y cuán a gusto suyo
hubo de ser esta prenda conquistada! ¡Cuán arrobadora y dulcemente suavísima y
alegre hubo de ser su presencia para el encendido amor de los mensajeros de la
corte del cielo! ¡Cuán piadosa, amable, larguísima y dadora de bienes para el
hombre! Encima de la blanca pureza de sus vestidos, más clara y
deslumbradora que la resplandeciente pureza de los ángeles, la mano preveniente
de Dios puso el más fino color de subida púrpura.
Nadie penetró tan adentro como Ella en el lago formado con la sangre manada del
Cordero inmaculado; nadie como Ella quedó, no rociada como los altares de los
viejos sacrificios, sino bañada, toda cubierta y empapada de los arroyos de la
sangre redentora. En nadie como en Ella se verificó, por manera altísima y todo
divina, aquella palabra del Apóstol: la mujer
es imagen y gloria del hombre.
¡Quién podrá
decir ni imaginarse todo lo vestida, adornada y penetrada de Cristo que estaba
esta mansísima tórtola de nuestro desierto, esta flor, hermosura y gala de
nuestros valles, como el Verbo lo es de los prados celestes, sobre cuyas hojas
no posaba más luz que la venida de la más alta esfera, ni la tocaba otro aire
que el vivífico casto aliento del Todopoderoso!
Como Dios se
ve a sí mismo en las líneas del rostro de Jesús; de esta suerte Jesús se
reconoce, bien que, en traslado, cuando pone los ojos en el rostro de su Madre
benditísima, pues como no vive Ella en sí misma, vive Él en Ella.
Evidentemente si
Cristo es el hombre por excelencia, si es el Hombre-Dios, María, por necesaria
e indisoluble correlación, es la Mujer por excelencia, la mujer bendita, la más
perfecta y agraciada entre todas, la criatura típica y ejemplar en el orden de
criaturas, la que en grado más eminente contiene todas las perfecciones, todas
las notas y partes de belleza que por la universalidad de las cosas creadas
tiene repartidas la sabiduría increada. Una gran
señal apareció en el cielo, escribe
San Juan en su Apocalipsis: una mujer vestida del
sol, calzada de la luna, y por tocado de su cabeza una corona de doce
estrellas.
La luna con su crecer y decrecer, y recibiendo del sol la luz que por la noche
ella envía sobre la tierra, es imagen de las criaturas, mudables por natural
condición, y que no lucen sino con reflejos y brillos que les son prestados.
Mas la Virgen, a quien naturaleza y gracia adornan con sus mejores preseas,
tiene la luna debajo de sus pies; porque su belleza vence y domina en
excelencia toda la belleza posible en el orden de lo creado. Sus vestidos, el
majestuoso manto que realza su persona, es decir, todo lo que en Ella aparece y
es posible descubrir, todo es sol, o, mejor dicho, todo
es Jesús, sol de verdad y de justicia, esplendor del Padre por su eterna
generación, lumbre del mundo por su nacimiento temporal. Y toda otra santidad,
junta o separada, fuera de la de Dios, es sólo una estrella de pálidos fulgores
ofuscada con los vivos fulgores de este sol en el vasto cielo de la santidad de
María, cifrado todo su destino en hacer corte y pompa a la primogénita de Dios,
a la Reina de todos los vastos dominios divinos.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DEL VENERABLE
PADRE LUIS DE GRANADA
Dios te salve, serenísima y suavísima Madre del Salvador
del mundo, María. Tú eres aquella tórtola castísima cuya voz
dulcísimamente sonó en los oídos del Todopoderoso. Tú eres aquella paloma
honestísima cuyo gemido agradó sumamente al Espíritu Santo. ¡Oh Virgen graciosa, Virgen de maravillosa hermosura!, aclara
las tinieblas interiores de mi ánima con el rayo de tu luz; para que, quitada
la obscuridad de mis vicios, pueda yo contemplar la grandeza de tu hermosura. Dios te salve, puerta de Oriente siempre cerrada; por la cual vino a nuestras tierras
aquel más hermoso de todos los hijos de los hombres. Vuelve, ¡oh clarísima!, vuelve a mí aquellos blandísimos
ojos de tu virginal rostro, y destierra las tinieblas de mi ceguedad con la
claridad de tu venida. Aparta, Señora, mi
ánima de todas las cosas que están debajo del cielo; y suspéndela en la
contemplación purísima de tu grandeza; haciéndola gustar aquellos dulcísimos
licores de la felicidad eterna. Dios te salve, amadora
de la soledad, y diligentísima guardadora de la quietud interior. Dios te salve, Virgen dotada de maravillosa honestidad y de inefable sabiduría. ¡Oh Virgen escogida! ¡Virgen la más hermosa de las hijas
de Jerusalén!, recoge los pensamientos
derramados de tu siervo y haz reposar en Ti mi espíritu derramado y distraído.
Tú eres sacratísimo tabernáculo de la divinidad, Tú, vergel cercado donde se
cogió aquella hermosísima y única flor, Jesucristo Salvador de nuestras ánimas.
PETICIÓN
Dios te salve, María, serenísima Virgen, poderoso auxilio
de necesitados y Madre piadosa de desvalidos. Cuando la multitud de mis
faltas me estremece y hace temer que huya Dios de mí, y se me cierren todos los
caminos que llevan a Él; cuando en mi espíritu se anublan la serenidad y el
consejo y toda fuerza desfallece; cuando combaten el corazón amargo tedio por
esta vida, y una vaga e indefinida atormentadora inquietud; cuando, puesto el
sol de la alegría, sólo noches de gran pavor y tristeza cubren el alma y sobre
su cielo se desencadenan vientos de tentaciones y huracanes de pasiones; cuando
dolencias y contrariedades sin medida ni número marchitan los vigores de la
vida y turban todas sus esperanzas, ¿a quién sino a
Ti, podría invocar, oh benignísimo consuelo de afligidos? ¿En quién sino en Ti
esperar, oh suma causa de toda humana alegría? Peregrino por obscuro desierto, nave perdida en alta mar, ¿a dónde llevaría yo mis ojos sino hacia Ti, estrella de
indeficiente lumbre? ¿Es más que una cadena de oro de esperanzas este Rosario
que cuelga de tus manos, convidándome a descansar en la prontitud y en la
infalibilidad de tus ruegos?
Tú eres ciertamente, oh María, claro día en mis noches, apoyo en mis desmayos, puerto en la
tormenta, lluvia benéfica en tiempos de aridez, mano amiga y medicinal en horas
de congoja. Si Tú te declaras por el hombre, ¿quién podrá contra él? Si le visitas con tu gracia, ¿de quién será desechado? Abre ahora tus
brazos para acogerme; recoja tu corazón el triste acento del hijo que te llama;
en Ti pone sobre todas las cosas el vivo amor de su alma; y en tus piadosas
manos deja el gozar por el padecer, el día sereno o el día triste que Dios sea
servido enviarle. Basta para tejer con dicha las horas de este destierro la
certidumbre de que soy tuyo, y que Tú eres mi Madre: esta razón me basta para
magnificar con alegría tu nombre para siempre.
—Récense tres Avemarías
en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo
Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la
Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
DÍA SEXTO – 4 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES CAUSA Y RAÍZ DE NUESTRA
PREDESTINACIÓN
De cuantas verdades
cristianas enriquecen el pensamiento, pocas causan en el ánimo más suave y
fuerte emoción, pocas le comunican sentimientos más graves, más firmes y más
saturados en esperanzas, como la materia de aquella divina vocación a la cual
Dios se ha dignado elevarnos. Nada
somos de nosotros mismos; inclinados al mal desde que nacemos por un foco de
corrupción que está en la misma raíz de nuestro ser, nuestra vida es un tejido
de inconstancias y de infidelidades, es una cadena, jamás interrumpida, de
ilusiones y desfallecimientos. Mas Dios, en quien la santidad es justicia, y el
obrar es amar sin descanso, por una inefabilísima emanación de su piedad, nos
ha señalado destinos altísimos, nos ha llamado a una misteriosa unión con Él,
para que formemos una cosa con Él. Nos escubría y nos enseñaba
la realidad de esta incomprensible vocación dada por Dios a todos los hombres
Nuestro Señor Jesucristo, cuando cercana la hora de su inmolación por la salud
del linaje humano, dirigía a su Eterno Padre esta oración: Padre Santo, conserva en tu nombre a los que me diste, para que
sean una cosa contigo… que todos sean uno con nosotros… y todos sean consumados
en la unidad. ¡Sean mil
veces bendecidos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se dignaron
llamarnos de las tinieblas de nuestros pecados a la admirable luz de la unión
con Él!
Tan admirable y misterioso destino no tiene
aquí, y en este destierro, todo su cabal complemento; no será perfecta,
consumada y absoluta la unión del alma con Dios sino en la patria celeste,
cuando nosotros, viendo a Dios como Él es, sin espejos, sin enigmas, ni
sombras, como en la presente vida, ni remontando corrientes de misterios,
seremos semejantes a Él en gloria; cuando, absorbido cuanto había en nosotros
de mortal en la presente vida, Dios lo será todo para cada uno y en cada uno de
sus escogidos.
Pero si es la gloria del cielo la que ha de
consumar y hacer eterna e indefectible esta unión con Dios, y la visión
beatífica inaugurarla y consagrarla, es indudable que sus raíces crecen en el
suelo de esta vida; que aquí tiene sus retoños y sus comienzos por la
consumación de la gracia activa en cada una de las almas.
Nacemos hijos de
ira y debajo del yugo de Satanás, distanciados de Dios y enemistados con Él,
tal es el misterio de nuestra vida natural; pero somos trasladados de muerte a
vida por la sangre de Cristo, cuya virtud y gracia nos es aplicada por los
sacramentos, que constituyen la más sagrada y augusta de las instituciones establecidas
por el Verbo Encarnado. Por la virtud de esta sangre fue vencido y
desarmado el poder del enemigo, que tenía cautiva el alma; quedó cancelado el
decreto de condenación dado por Dios contra nosotros después del pecado de los
primeros padres; y nos arrebató y nos estableció en el reino de su Hijo muy
amado el amor del Padre, sin que de nuestra parte mediase mérito alguno. Una
alianza íntima, secretísima y eterna, si respondemos a los amorosos designios
de la divina piedad, junta nuestra alma con Dios, bondad perfecta y santidad
esencial. En esto consiste el don divino de la vocación; en ello cifra Dios el
destino altísimo dado a todos los hombres. No hay en lo humano nada que pueda
declararnos la grandeza y las magnificencias de esta unión, que es nuestro
término; nada nos puede valer para barruntar las incomparables y consoladoras
realidades que atesora; sólo en el cielo seremos capaces de comprender su
hermosura y su excelencia, siempre nueva y siempre antigua, porque está en el
principio mismo de los divinos designios. Para establecer y sellar esta alianza
desciende el Espíritu Santo y se entra dentro de nosotros y nos erige en
templos de su divinísima esencia y de su encendida actividad; nos modela a su
gusto y nos forma según el carácter y la dignidad de hijos de Dios, y nos viste
con la nobleza propia de este Sumo Principio; nos enriquece a manos llenas con
las gracias de que es fuente original y con los dones de sus carismas
personales y nos confiere derechos, en calidad de hijos, a la heredad dichosísima
del Padre, que parecía pertenecerle exclusivamente.
Si sólo en el cielo, pues, tienen estos
misterios su consumación, aquí se nutren ya con arrobadoras magnificencias que
trascienden toda humana razón, las cuales se nos comunican por la participación
de los sacramentos, fruto divino de la redención de Jesucristo. Pero esto no es sin la mediación y el ministerio de la
Madre de Dios, María Santísima. Es cierto que sólo Dios es principio y fuente
primera y causal de la gracia, no pudiendo venir de otro que del Padre de la
luz tan perfecta y excelente donación; es cierto también que sólo Cristo Jesús
es medianero esencial y necesario entre Dios y los hombres; sin embargo, en los
designios de Dios y de Cristo fue escogida María Santísima para entrar
plenamente en esta mediación, no solamente por una eficacia singular y un
valimiento superior atribuido a sus ruegos, sino por dispensación activa,
merecida y voluntaria de las gracias divinas y, por una aplicación de la gracia
universal en las almas.
La caridad y amor de Dios son fecundos, como
lo es su propia naturaleza; y como de esta fecundidad natural de Dios es
engendrado desde toda su eternidad el Hijo, resplandor e imagen de su gloria,
así de su amor nacen en el tiempo los hijos adoptivos, a los cuales cubre con
su gloria reflejando sobre ellos un rayo de la propia vida. Esta doble
fecundidad comunicó a María el Eterno Padre. Habiéndole comunicado su
fecundidad natural dándole al Hijo que engendra de su misma substancia y
elevándola a la dignidad de Madre suya según la carne sin menoscabo de su
virginidad, parece propio que diera a su obra la última mano, admitiéndola
liberalmente a la fecundidad de su amor y haciendo también hijos suyos a los
que Él adopta por caridad. Subamos, en efecto, al Calvario,
y al contemplar la sangrienta escena que allí se ofrece a los ojos, recordemos
que amó tanto Dios al mundo que no paró hasta darle a su Hijo unigénito, a fin
de que todos los que creen en él no perezcan, sino que vivan vida eterna. Es
decir, que la misma caridad divina que entregaba el
Hijo a merced de hombres crueles y embrutecidos que le dieron muerte inhumana,
nos adoptaba a nosotros y nos comunicaba, nueva vida, regenerándonos con la
sangre de la víctima. Y a esta obra de la caridad infinita de Dios había sido
llamada María. Allí estaba junto a la cruz
del Salvador, con sus ojos contemplando los misterios y con sus manos
recibiendo la sangre del Hijo moribundo, que hilo a hilo corría por el duro
leño; y viendo las amorosas entrañas del Padre abiertas sobre el pecador,
aunque henchida su alma de indecibles amarguras, sintió que también a Ella se
le dilataban las entrañas de la caridad, para ofrecer con un mismo amor y con
una misma voluntad y unos mismos deseos al Hijo que era común a los dos, al Padre
por la Divinidad y a la Madre por la humanidad. Jesús no hizo sino
conformarse con este sacrificio al dirigirse a su Madre Santísima desde lo alto
de la cruz, diciéndole: «Mujer, he ahí a tu
hijo». Que
fue como si dijera: «Angustiada Mujer, a
quien un amor inmenso hace sentir ahora cuanto puede padecer una madre; todo
ese encendido afecto que tienes por mí, conviértelo en Juan, y por él en todos
los fieles, porque a todos ellos recibas por hijos, y sean con esto mis
hermanos». Y
esa palabra, animada con la virtud de la sangre del
hijo moribundo y pronunciada como postrer adiós, no es posible decir ni
siquiera imaginar cuán vivamente hirió su pecho maternal, y entre nuevos
sollozos y gemidos nos recibió por hijos suyos.
Desde aquel instante y por virtud de
aquellas palabras, María fue constituida Madre de
todos los fieles y la Eva de la nueva alianza; y aquel amor eterno con que Dios
ama al hombre descendió sobre el alma de María, convirtiendo su corazón en una
fuente de amor que siempre mana sobre nosotros y nunca se agota. Todo el amor y
ternura inmensa que profesaba a su Hijo santísimo, toda la solicitud y cuidado
amoroso que tenía por Él, lo trasladó en nosotros, excediendo toda ponderación
el amor ardiente y vivo con que busca desde aquel instante nuestra salud y
provecho. Antes que la amemos nos ama, antes
que la invoquemos nos busca, antes que la deseemos nos sale al encuentro, y
viéndonos en peligro nos guarda, y en la caída nos levanta, y en la duda nos da
luz, y en la pena nos consuela, y en el trabajo nos alivia y en la muerte nos
da vida.
Esto enseña en términos precisos la
tradición constante de la Iglesia. «Por Vos,
oh Señora, escribe
San Efrén, todos los justos y
todos los humildes de corazón de todos los siglos, desde Adán hasta la
consumación de los siglos, han recibido y recibirán siempre cualquier honor,
cualquier gracia, cualquier gloria o grado de santidad a que Dios se digne
predestinarles. Tú sola fuiste y eres inmaculada; Tú sola llena de gracia entre
las demás criaturas, y en Ti y de Ti reciben la paz y la eterna salud los
llamados». «Todas las gracias que el Todopoderoso tiene pensado comunicar a los
hombres, dice
San Ildefonso, ha decretado primero
depositarlas en las manos de María Santísima, encomendándole su conveniente y
libre distribución en el tiempo». La
Virgen, según este modo de sentir, está tan llena de gracia sobre toda la
gracia derramada fuera de Dios porque a Ella toca el distribuirla, dejándola
rebosar de la plenitud que ha recibido de las manos del Criador. Este mismo
concepto trasciende también en las doctrinas de los Santos cuyas palabras
seguimos aun recordando. «En las manos de María, según
San Pedro Damián, están todos los
tesoros de la divina misericordia; de ellas derivan cuando llegan hasta nosotros».
«Pensemos,
añade San Bernardo, si será grande el amor
que Dios nos pide que tengamos a esta sublime Virgen, cuando ha dejado en sus
manos la libre dispensación de toda gracia y favor posibles. No puede ponerse
en duda que si alguna gracia, si alguna esperanza de salud hay en nosotros,
ésta nos viene necesaria é indispensablemente por mediación de María. Es
irrevocable voluntad de Dios que nada divino llegue hasta nosotros sino
viniéndonos por las manos de Nuestra Señora». «¡Oh María!, exclamaba
San Anselmo, verdaderamente sois llena de gracia; mas no llena sólo en el
sentido de una plenitud personal, sino con una plenitud universal y perfecta,
como colmada y henchida hasta redundar en otros. Es indudable que cuantos
arroyos de gracia se esparcen por todo lo creado proceden de la excesiva y
sobreabundante plenitud que hay en Vos».
La tradición es unánime, riquísima y
elocuentísima para ponderar esta mediación de María en todas nuestras
relaciones con Dios, para precisar, enaltecer y desenvolver la intervención
universal, soberanía que le está reservada en todo lo que se refiere a la
eterna salud de los hombres, y para inculcarnos las admirables razones que
manifiestan su utilísima conveniencia. El Angélico Doctor Santo Tomás y el
Seráfico Doctor San Buenaventura, ahondando en las entrañas de la ciencia
divina, hacen resaltar, con sorprendente ingenio, las
profundas raíces que tiene en los más altos misterios divinos esta consoladora
verdad que hemos recibido de los Santos Padres, y San Bernardino de
Siena escribe: «María es la
dispensadora de todas las gracias: la salvación del humano linaje está en sus
manos desde el día en que Ella, llamada a la dignidad de Madre de Dios y
elevada a un contacto incomprensible, concibió en sus entrañas al mismo
inefable Verbo del Padre. Desde aquel punto entró en un cierto derecho de
jurisdicción sobre todas las procesiones temporales del Espíritu Santo, es
decir, sobre todas las comunicaciones de la gracia a los hombres; todas están
en sus manos para su amplia y libérrima distribución. Es cosa fuera de toda
duda que no se reparten las gracias divinas ni los dones del Espíritu Santo
sino a quien Ella quiere, en la medida que Ella lo quiere, y cuando a ella
place». Es
doctrina ésta tan cierta, tan fundada en la más pura y ortodoxa teología, que
afirma Bossuet ser una herejía de las más perniciosas
toda enseñanza contraria.
Es cierto, pues, que
todas las gracias nos vienen por mediación de María Santísima; que ninguna
recibimos si no es por sus manos. Es de fe que en Ella la Divinidad tiene sus
tesoros y las riquezas todas de su omnipotencia y majestad; es de fe que por
Ella la vida penetra y se extiende entre los hombres, y que por Ella se une
Dios con el alma como por Ella Dios se hizo hombre. Con su mediación
toma del seno de la Divinidad los celestiales e inmortales carismas, y con su
amor los reparte y aplica. A Ella debemos, por
consiguiente, la gracia insigne de haber sido regenerados y hechos hijos de
Dios, y la de haber sido elevados y formados en el seno de la Iglesia católica;
las gracias sin número que, como aplicaciones de la gracia causal,
incesantemente descienden del cielo sobre nosotros, la constancia en la
práctica de las virtudes cristianas y la gracia postrera de la perseverancia
final. En suma, nada recibimos en el orden de la gracia que no lo debamos a la
inagotable materna caridad de esta nuestra opulenta y altísima Madre.
Si nuestra unión con Dios
comienza y se robustece por la gracia, se nutre y progresa por la recepción de
los sacramentos y por la comunicación de las gracias actuales a las cuales
nosotros correspondemos, y, finalmente, se consuma por el beneficio gratuito de
la perseverancia final; es evidente que siendo María el medio y la causa
dispensadora de estas gracias, es Ella también el
principio, el medio y la consumación de nuestra unión con Dios, y que sin Ella
esta unión no es posible.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN SOFRONIO
¿En
qué lugar del mundo, ¡oh incomparable Reina, oh gran soberana!, no resuenan himnos de tus alabanzas?
Las generaciones suceden a las generaciones engrandeciendo la gloria de tu
nombre, y según la palabra que el Señor puso en tus labios, ya no hay pueblo
que no te aclame Bienaventurada. Todos se arroban pensando en tus altos
méritos; todos enmudecen de asombro al saber que al Increado vestiste de
nuestra carne en tu seno, y que al mismo que no tiene principio Tú alumbraste
en la plenitud de los tiempos. Por tanto, devuélvenos en lluvias de gracias las
alabanzas que no podemos menos de dirigirte; ábrenos el manantial de luz que
por nosotros quiso encerrarse en Ti, y no vivamos ya entre noches,
incertidumbres y temores; no seamos deudores de mercedes que labios humanos podrán
jamás agradecer ni ponderar.
PETICIÓN
¡Oh María, trono resplandeciente de
claridad, de soberana hermosura y de altísima fortaleza, en quien la gloria y
la majestad del Omnipotente hallaron alegre y firme asiento, cuyas gradas sólo
Él, esencia simplicísima, ha subido; trono y dosel que cobijó la incomprensible
inmensidad del Sol eterno que luce en perpetuas eternidades, que derrama
torrentes de esplendor y de júbilo en las fiestas de la vida bienaventurada, y
extiende el plateado manto de la clemencia y de la esperanza sobre la noche de
nuestro destierro, y sobre los hundidos valles porque venimos peregrinando! Por Ti veamos deshecha la temible
servidumbre del pecado y podamos subir a la dignidad de la filiación adoptiva; por Ti y por la fuerza de la palabra
de tus labios, cuando te llamaste la Esclava del
Señor, por Ti y por la misteriosa grandeza de
tu gracia, por los raudales de gloria que fluyen como lluvias de oro de los
rosarios puestos en tus manos por misteriosos secretos de la Divinidad, las
cadenas que nos sujetan a la cárcel de este mundo se conviertan en gajes de
eternas coronas y anticipados lauros de inmortal triunfo.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la
prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
DÍA SÉPTIMO – 5 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: EN QUÉ SENTIDO ES LLAMADA MARÍA SANTÍSIMA
CANAL Y ARCADUZ DE TODA GRACIA
El Divino
Redentor, además del cuerpo humano y sensible que tomó en el seno purísimo de
su augusta Madre, y que fue inmolado en el madero de la cruz sobre el Calvario,
tiene un cuerpo místico, no menos perfecto y no menos real que el primero,
aunque en naturaleza y en el estado diverso. Componen
este cuerpo místico, y son miembros suyos espirituales, todos los hijos de la
Iglesia. Una parte de este cuerpo vive en el cielo disfrutando de su condición inmortal y
reinando sobre resplandores de dicha y de gloria; otra parte limpia y
acrisola su ser en las llamas expiatorias del Purgatorio, esperando con serena
y plácida resignación la hora de su libertad gloriosa; otra, en fin, vive y
peregrina por este desierto puestos los ojos en las claridades que le envía la
fe, lucha siguiendo los surcos que le abre el dolor, y padece con las amargas
dilaciones y con los congojosos ensayos de la prueba. Pero todos, sin
excepción, forman un solo cuerpo, y reciben de una
misma única Cabeza, Cristo Jesús, incesantemente y divinamente las corrientes
de la vida; todos subsisten injertos y cautivos en esta unidad de un mismo
cuerpo y de una misma Cabeza con la misma fuerza y conveniencia con que se
cierran y transmiten la vida los varios miembros de un cuerpo natural, haciendo
las veces de vínculo y de fuerza cohesiva una relación sobrenatural
misteriosamente íntima y santa. «Somos
miembros del Cuerpo de Cristo, exclamaba
San Pablo, de su carne y de sus
huesos».
El modo como esta misteriosa unión se realiza,
es decir, como quedamos incorporados a Cristo hasta
formar con Él una misma cosa y un solo cuerpo al recibir las aguas del santo
bautismo; cual sea la virtud de cohesión que nos abre las puertas de la
iglesia y traspasa á cada uno de nosotros la virtud de la Cabeza, nos lo
explica el mismo Apóstol, Doctor insigne de las cosas fundamentales de nuestra
fe. «De la manera que el cuerpo siendo uno tiene muchos miembros, y
todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un solo Cuerpo; así y de
esta suerte acontece en Cristo. Siendo nuestro bautismo por virtud del mismo
Espíritu que está en Él substancialmente, y viviendo desde aquel momento la
vida de aquel Espíritu que es en Él la vida e infunde en nosotros la vida
sobrenatural, no podemos formar más que un solo cuerpo con Cristo». Todo
cristiano, pues, es cuerpo y es miembro de Cristo.
Pero Cristo es
Hijo de María, María es verdaderamente madre suya; y lo es más que ninguna
madre. Contrariamente a la ley común, la corona de maternidad no destruyó
en Ella la integridad virginal, y la integridad virginal enriqueció la corona
materna con brillantes desconocidos de la naturaleza. La vara de Jesé llevó
ella sola flor y fruto juntamente; el fruto perfecto y la flor siempre fresca.
Esto hizo exclamar a San Pedro Damián, que «si Dios
está en las criaturas de tres maneras, por esencia, por virtud y por
iluminaciones que envía, en la Virgen está además por identidad». La íntima
afinidad que existe entre una madre y el hijo, esta misma existe admirablemente
entre María y Dios hecho hombre. Si
la naturaleza del hijo es individualmente y numéricamente distinta de la
naturaleza de la madre, es sin embargo su fruto, su conservación y su viva y
cálida imagen. Tan estrecho es este lazo, tan perfecta es su condición de madre
y su afinidad natural con Dios, no aventajada más que por la unión de la
naturaleza humana y la divina en la persona de Cristo, y por la unidad de las
tres personas divinas en su única e idéntica esencia; que siendo el término de
esta maternidad el Hijo Eterno de Dios, el Rey de la gloria, el Criador y dueño
de todas las cosas, no sólo es la cosa más excelente después del misterio de la
Encarnación —San Alberto Magno y Santo Tomás confiesan que en cierto modo es infinita—; sino que es además indisoluble y causa efectos inalterables y constantes. «En la cámara nupcial de los cielos, escribía Modesto
Jerosolimitano, María es perpetuamente
la gloriosísima esposa de la misión hipostática de las dos naturalezas de
Cristo, es decir, de aquel divino Rey y celeste Esposo, cuya virtud transforma
y hace hijos de Dios a los hijos de los hombres, y cuya hermosura es el éxtasis
de las Potestades y de los Principados».
Es Esposa por la santidad eminente que la une de suerte con Dios como ninguna
otra criatura lo estará nunca; pero esto sobre todo porque llamada a ser el
tipo de la humanidad, en cuyo seno el Verbo tomando su substancia se juntaba
con todo el humano linaje, por Ella y con Ella, es decir, mediante su gracia e
intervención personal, fluyen y obran cuantas gracias y uniones proceden de
esta suprema gracia. Cuando mediante los Sacramentos nos incorporamos con
Cristo y somos una misma cosa con Él, ¿no media la acción sacratísima e inefable de la Esposa, que,
mereciéndonos esta incorporación, a la vez nos une más con Ella misma, pasando
a ser, con Él y por Él, hijos de María, en aquella misma medida y por las
mismas razones por las cuales, siendo Jesucristo Hijo de Dios, todos en Él y
por Él venimos también a ser con propiedad hijos de Dios?
El sapientísimo Orígenes desenvuelve sobre
estos principios una doctrina altísima y admirable. «Como hombres, dice,
todos somos hijos de María». Con su amor y con su dolor ha cooperado a nuestro nacimiento
espiritual, del mismo modo que por habernos redimido y regenerado con su sangre
preciosísima Cristo Jesús es verdadero Padre y Redentor nuestro. Una diferencia separa la
maternidad de María en orden a nosotros, de la maternidad que Ella tiene con
respecto a Cristo; nosotros somos hijos de dolor, y
por esto hijos de adopción, e hijos de gracia; y Cristo, que es todo El
bendición y amor, es Hijo por excelencia y con derechos esenciales. Mas al quedar unidos e incorporados con Cristo y hechos una
misma cosa con Él por la dignidad de gracia a que nos levanta nuestra condición
de cristianos, pasamos a ser hijos de María de un nuevo y más elevado modo,
siéndolo además en Cristo y por Cristo, del mismo que lo es Cristo. Como
formamos con Él un mismo cuerpo, constituimos
también con Él un mismo y único hijo. De esta suerte puede decirse de
María con propiedad, que tiene tantos hijos cuanto son los fieles, sin que sean
todos más que un «solo Hijo» el cual todo Él es Cristo,
pues viviendo y obrando Cristo en nosotros, somos miembros de su cuerpo y una
cosa con Él.
Pero María tiene además otro aspecto con
relación a Cristo su Hijo santísimo. El mar de sus relaciones con Dios es tan
insondable como vario y extenso. Cristo es el Redentor
universal, es la razón esencial y la raíz de todas las gracias y comunicaciones
reales o posibles en todas las criaturas, cuales quiera que sea su dignidad y
su grandeza.
San Bernardino de Siena, más insigne teólogo
aún que sumo evangelizador y apóstol, dice que el
Verbo de Dios vino a esta tierra atraído sobre todo por el inefable mundo de hermosura
y de gracia que había acumulado en el alma de la Virgen la más larga efusión de
la Trinidad Beatísima, e impelido por un ardor irresistible de incorporar a su
vida y a su gracia, con vínculos por todo extremo misteriosos, íntimos y
perfectísimos, esta maravilla de la omnipotencia. Como fruto y consecuencia de
este descendimiento del Verbo Dios en el seno de María para tomar nuestra
carne, infiere que a la Virgen compete en el orden de predestinación un grado, o,
mejor dicho, un estado aparte, con funciones privativas, únicas y eminentes. Una
comparación, usada por San Jerónimo, San Bernardo, San Bernardino de Siena y
San Alberto Magno, expresa plásticamente, en lo que cabe, esta sublime
teología. Estos Santos apellidan a María el «Cuello»
místico de la Iglesia. En
el cuerpo natural, dicen, el cuello une a la cabeza
todos los demás miembros, y por su medio llega y se extiende a todo el cuerpo
la vida, la sensación y el gobierno de la cabeza. El cuello, añaden, es también
el paso natural para la respiración y para el sustento que nos devuelve y
levanta las fuerzas. De este mismo modo la gracia tiene en Cristo como en la
cabeza influyente su plenitud; y en María tiene también toda la plenitud como
en cuello que la transmite indispensablemente.
Media, sin embargo, una diferencia entre la
comparación y la realidad comparada. El cuello es entre la cabeza y el resto
del cuerpo un lazo natural y forzoso, sin voluntad y sin conciencia de sus
funciones; María, en cambio, siendo eso mismo y en un grado más necesario y más
indispensable, toda vez que las razones el mundo superior son siempre más
necesarias, desempeña las funciones que le pertenecen dentro del mundo
sobrenatural con la clara luz de un perfectísimo modo de conocer, y con el
amor, la vehemencia y la efusiva ternura que Ella pone en todas las obras que
redundan en gloria de Dios desde las más humildes hasta las más insignes. El
humano entendimiento no medirá jamás plenamente el encendido y poderosísimo
afecto, la materna solicitud y la gustosa, libre y avasalladora actividad que
Ella emplea por inclinar su divino Hijo hacia el hombre, buscando medios para
obligarle a vaciar sobre él los tesoros de la gracia más escogida, y además
atraer al hombre y encumbrarlo y elevarlo hasta Dios.
Algunos santos Doctores estiman que le
cuadra mejor llamarla el «corazón» del cuerpo
místico de Cristo. «María, dice San Alberto Magno, es el corazón que difunde la vida por todo el cuerpo místico de
Cristo; es el ardiente ritmo de su vida».
Para todos los miembros del cuerpo humano el corazón
es raíz del movimiento y de la vida, principio del calor y de la duración. Así
María es por divina voluntad, una raíz y una causa de nuestra común elevación
al orden sobrenatural, la virtud que extrae de su manantial hace activas y
desenvuelve todas las gracias contenidas en Cristo nuestra Cabeza, y las
extiende como elemento de vida por todas las potencias y sentidos de este
cuerpo místico, según la medida propia y conveniente para cada individuo y en
cada circunstancia. La gracia sale de Cristo y llega
hasta nosotros por medio de María; Ella la aplica y distribuye a cada uno.
Nuestra oración y nuestras necesidades acuden y buscan a la Virgen; Ella las
levanta hasta Dios. Tal es el arcano sentido de aquellas palabras con
que saludamos a la Virgen en la Salve: «Vida,
dulzura y esperanza nuestra».
Pues si todo don perfecto viene del Padre de
las luces, ¡cuán
regalado favor nos hace el Altísimo señalándonos en esta Divina Señora el
precioso lote de nuestra divina filiación! No solamente constituye
nuestra riqueza el que Ella tenga la mano siempre abierta para dar; esto por
algo más hondo. Es explícito querer del Padre, y orden establecido, que María sea en mayor o menor proporción, nuestro propio bien,
nuestra gracia y nuestra dicha personal. Y Ella, a quien ningún misterio
está escondido, no pone tasa en el dar; hace nuestro todo lo suyo, y, sin
descansar un punto, constantemente negocia con el Padre que nos sea hecha
merced de cuantos tesoros de piedad y de misericordia tiene Él allegados. Eso
entiende la Iglesia cuando la llama nuestra abogada, porque ante el divino
acatamiento hace valer como quien pide y como quien compadece, como quien mueve
y como quien defiende y abriga sus altísimas perfecciones y nuestra pobreza,
sus promesas inquebrantables y nuestras esperanzas segurísimas, el amor que la
diviniza y el hielo de nuestros duros pechos, su fidelísima y universal
cooperación y nuestras desobediencias y rebeldías, sus llantos como de mar y
sus dolores más amargos que la muerte y nuestras llagas hediondas y nuestras
dolencias que rebosan podredumbre. ¡Oh, y qué ríos de ternura no hará brotar del pecho de
Dios cuando le recuerde el calor de sus entrañas maternales, la leche de sus
pechos, los dulces abrazos de su regazo, y por encima de todo aquel amor
primero y soberano sobre el amor de todas las criaturas, con que dando su
consentimiento a la Encarnación cerró en su propio seno al Hijo del Padre, y
con Él todos los misterios que concibió y ordenó aquel amor infinito y personal
de Dios que es su dechado y su fuente! ¡Cuando le haga memoria de cuán amargo y de
ajenjo le fue ese amor al acompañarle en la subida al Calvario, al concebir,
entre dolores sobre todo concepto, al otro hijo y hermanarlo con el Enviado del
Padre para que Éste fuese desde aquel instante el primogénito de los hombres
como era ya desde antes de todos los tiempos el Pimpollo y el primero de la
creación! Toda esta efusión del amor infinito que es donación del
Espíritu Santo, y que apenas entra en un alma ora en ella con fuerza infalible,
colmaba hasta rebosar el corazón de María y la transformaba en órgano adecuado
de aquella oración realmente divina y siempre infaliblemente escuchada.
¿Cómo pudieran sus ruegos no tener este valimiento, si a
Ella, por su condición de Reina del mundo y de Madre de Dios, cumple gozar de
una suerte de intendencia en la dispensación de los frutos de vida y de los
misterios cristianos, y hasta Dios le debe en cierta manera esta gloria? A San José, que fue padre nutricio de Jesús, apellida con
justicia la Iglesia dispensador de los divinos tesoros. Siendo esto muy
cierta y misteriosa verdad, ¿qué no será razón que digamos de aquella que fue su
Madre verdadera y real según la carne, por espacio de nueve meses le dio vida
con la flor de su virginal sangre, y en la salvación del mundo y en la
santificación de las almas fue tan fidelísima ayuda semejante a Él? Diremos que como Dios no da con arrepentimiento sus
dones, aquello que hizo una vez, eso mismo hará siempre; y habiéndonos dado una
vez a Jesús, al propio Unigénito y figura de su substancia por María, por Ella
lo hace nacer y crecer hasta llegar a la perfecta vida varonil que tiende a
conseguir en todas las almas.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE RAÚL DE
TONGRES
¡Cuán gloriosa corona de luz tu nombre ciñe,
oh regio vástago de la estirpe de David! Desde el alto
trono en que estás sentada, ¡oh Virgen María!, señoreas sobre los
beatíficos moradores celestes. Cuando resolviste guardar para Dios la purísima
flor de tu virginidad, cubriste tu noble pecho con la mejor gala para ser
majestuosa tienda del Rey de la angélica cohorte, y diste A tu seno el más
hermoso atavío para que fuese agradable y encantadora posada del Eterno Verbo. A Él, A quien el universo adora, sobrecogido de
pavor; a Él, ante quien dobla devotamente
toda rodilla en las cumbres de los cielos y en las simas de los infiernos; A Él, principio de lumbre y de amor, abrazaste y
ceñiste en tu virginal vientre y nos le diste para salud y esperanza de nuestro
caído linaje. Ven en nuestro auxilio, disipa las
tinieblas que envuelven el alma, infúndele fortaleza y enciéndela en amor.
PETICIÓN
¡Cuán hermosa y
cuán magnífica sois, Señora, toda llena de gracia y adornada de virtudes! Sólo Aquel que puede contar las estrellas del cielo y medir los
pasos que ellas dan recorriendo el ancho firmamento; sólo Aquel que cierra en
el orden de su voluntad el grano de arena que las aguas arrojan a la playa y el
más brillante de los astros, al primero de los ángeles y al último de los
mortales; podrá también contar el número y los resplandores y el orden sublime
de vuestras virtudes. Como los cielos distan de la tierra, así vuestra vida
sobrepuja la vida de las demás criaturas; y los destellos de vuestra gloria
vencen y ofuscan todo el brillo de las jerarquías angélicas, como el sol vence
y ofusca a los demás astros sus brillos.
Humillados a vuestros pies, a Vos acudimos,
desvalidos servidores vuestros. Os pedimos que aboguéis delante de vuestro Hijo
santísimo, nuestra causa, y por Vos nos veamos libres de cuantos males nos
acechan.
Por la inagotable y solícita caridad de
vuestro pecho; por la confianza dulcísima a que nos convidan vuestros dones;
por la fragancia de suprema virtud con que nos atraéis y cautiváis; por ese
vuestro nombre que ilumina misterios nuevos con recuerdos antiguos, y es vena
viva de unción, clarísima y blanda luz del pensamiento, suave y confortadora
medicina de la voluntad, alegría y alborozo de los cielos, manto de gloria para
toda la creación; no apartéis de nosotros vuestros ojos, no cerréis sobre
nosotros el consuelo de que tan faltos estaríamos sin Vos, y aquella próvida
intervención vuestra que lleva a término, y corona con victorias, y hace
agradables a Dios nuestros esfuerzos.
Oh Virgen
sacratísima, a cuya virtud es inferior toda alabanza; oh puerta del cielo, templo y sagrario de Dios, en quien vemos cifrada toda hermosura
posible, contenida toda justicia perfecta, y aquilatada y enaltecida toda la
magnificencia repartida por las cosas creadas. Tú eres la Madre de los hijos de
Dios; Tú su esperanza; Tú causa de su gozo. No dejes, pues, de mirar por
nosotros como una madre mira por su hijo, y de adornarnos con aquellos dones de
tu castísimo Esposo, el Espíritu Santo, que nos hagan juntamente dignos hijos
tuyos y fruto perfecto del Amor substancial y vivífico de Dios. Así sea.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la
prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
DÍA OCTAVO – 6 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES PARA EL HOMBRE DÁDIVA DE
DIOS
Para seguir
discurriendo por los mares de prodigios que encerrasteis, oh Dios Soberano, en la mujer
que eternamente habíais escogido por Madre vuestra, ¿no es acaso menester el inmenso espacio de las cosas eternas? Y analizar y medir la
profundísima y deleitosa emoción que causan en el alma tantos motivos de
admiración y de indefinible asombro que a cada instante se descubren en esa
obra, vuestra como ninguna, la más pensada y anhelada por Vos, la que más
cautiva todo vuestro poder y roba y embelesa toda vuestra majestad, después de
la obra de vuestra incorporación con la humana naturaleza, ¿es acaso posible? El temor da la mano al asombro; un sentido
encanto sucede a un pavor suspensivo; ansia viva y gusto inquieto atormentan y
encogen el ánimo; el pensamiento suspira por lanzarse y se rinde; le solicitan
a remontarse hacia sublimes esferas destellos y fulgores de luz, pero le corta
el vuelo la deslumbradora claridad de una misteriosa magnificencia; y luchan
siempre, Señor, en el recinto del alma mil encontrados afectos, cuando queremos
contemplar la eminencia y colmo de cuanta perfección ha prodigado vuestra
omnipotente diestra en la persona de María.
Pero es beber, ¿quién lo duda?, cristalinas aguas de purísimo manantial, quedar
traspasado y enriquecido con tesoros de inefable esperanza, sumergirse en
arroyos de regalada dulcedumbre, entrarse por llamas encendidísimas de los más
divinales amores, y si se amontonan sombras, aun de ellas ser confortados; el
arrimar la mente a ese mundo de divina grandeza y contemplarlo y sondearlo en
la medida posible. Si Vos, ¡oh Dios!, nos dais y hacéis nuestro a Jesús, Jesús nos da y hace
nuestra a María, y María a su vez nos da también y hace nuestro a Jesús; y con
Él y por Él, venido de manos de María, llega hasta nosotros el bien supremo y
cumplido, el piélago infinito de piedad, el amor que se da sin medida y sobre
todo exceso. Y con ser esta sublime dádiva la raíz y la quinta esencia
que las comprende todas, todavía dándonos María su Jesús se nos da también Ella
misma, y pasa juntamente con su Hijo a ser propiedad y herencia nuestra
eminentísima, y se convierte en aquel misterioso don que nos da, como gaje y
suma de todas las relaciones que establece con el hombre, la inefable
inclinación de un amor triple por cuanto supone y denuncia todo el amor del
corazón de María, todo el amor del corazón de Cristo y todo el amor del corazón
de Dios Altísimo, el cual no es otro que el propio Espíritu Santo.
Por tales razones María
es con rara exactitud el arca y la hacienda toda del Padre celestial, puesta a
merced de cuantos han renacido una vez para Dios mediante la gracia, sean
Santos, sean pecadores, sean ricos o pobres, sean sabios o ignorantes. No
ponemos en esa hacienda los ojos que Ella no se haya anticipado a convidarnos
con sus bienes, y no en la medida de las necesidades que descubre en nosotros,
sino conforme la munificencia de aquella su voluntad, de la cual hemos de decir
como decimos del Padre celestial, que amó tanto al
hombre que dio por él a su propio Hijo Unigénito. Nada pone límites a
esta larga donación; nada apaga o entibia sus ansias por darse; nada tampoco
podría apocar sus riquezas. Después de haber dado lo indecible quédale todavía
otro tanto amor y otro tanto de hacienda para regalar en igual medida, y para
superarla millares y millones de veces.
¿Qué no podrán esperar el individuo y el pueblo que
acuden a María Santísima, que han puesto en Ella toda su confianza, y en varias
formas la honran y enaltecen? ¿Podrá quedar cerrado el cielo de las bendiciones
de Dios a las voces y a los deseos de quienes a Ella sirven, y no ser
mayormente pródigo y piadoso a medida que el amor hacia la divina Madre obra
como llama de vida y como tierno y vital afecto de la acción cristiana? De Aquella a quien Dios todo lo da, y Ella nada sabe ni
quiere negar, ni hay merced que no deba esperarse, ni bien que no dimane.
Evidentemente, pues, siendo Ella Madre de
Dios, y como tal teniendo poder sobre todo; y siendo además Madre de los
hombres, y por esto inclinada amorosísimamente a remediar toda suerte de males;
es por misteriosa predestinación tesoro abierto a todos e inagotable, lumbre
clarísima e indeficiente, senda que «no tuerce
ni hacia la derecha, ni hacia la siniestra mano»; aura que amansa
y entibia las ardientes luchas del corazón, amor preveniente que fuerza las
puertas del alma convidándola a dar paso a los rayos del Sol de Justicia,
fresco airecillo de una mañana primaveral que recrea y ensancha los senos con
perfumes celestes; alegría que transforma y sosiega, como los primeros
resplandores de la alborada; amor concomitante que inspira lo bueno y aumenta
el merecer avalorando la obra de la justificación primera, y, en fin, amor
perseverante y de consumación, es decir, flor y cumbre de toda santidad,
manantial de caridad perfecta y unitiva, lauro anhelado de nuestras fatigas, y
con propiedad el beso de la boca de Dios. ¡Qué
cosa no nos es María, y qué no cabe esperar seguramente!
De María puede también decirse, según una
comparación sagrada, que es la leona del desierto
que ama celosamente y guarda denodadamente sus cachorros. Para cada uno
de nosotros y para todos en general, para cada miembro del cuerpo místico de
Cristo y para todo el cuerpo, Ella es, en sentir de la Iglesia, «la Esposa que rodea las calles y las plazas buscando» el fruto de su amor con
Dios; «halla las guardias que rondan la ciudad» del reino de Cristo, y «ordena que la presten ayuda para trabar de él, y no le dejen
hasta que esté en la casa de su madre y en la cámara de quien le engendró», que es el más opulento y
sagrado recinto de la gracia divina. Es el «Aquilón y el Austro que soplan juntos sobre el huerto» de los tesoros de la
piedad del Altísimo, y «desprende sus aromas» enviándolos sobre las
almas. Ella es para el reino de Dios terrible contra
todo enemigo como ejército puesto en orden de batalla.
¡Ah! No hay razón para temer por esta Madre terrestre, la
Santa Iglesia, casta esposa de Jesucristo. A pesar de lo que se nota por
de fuera, a pesar de las asechanzas puestas sobre su camino, la Iglesia seguirá
haciendo su jornada, dócil a la economía que le ha trazado su Divino Esposo,
amparada, defendida, iluminada y confortada por María junto con Jesús y con el
Espíritu Santo. Para la Iglesia María es siempre la
Reina de las Victorias. Se lo dice y lo canta, —y Dios sabe con cuánto
agradecimiento, con cuánto amor y cuán crecida confianza—, un día en los lóbulos de las catacumbas; otro día al aire
libre encima de los escombros del mundo que tan ferozmente la ultrajaba; otro
día debajo de las amplias naves del templo romano o en el suntuoso recinto de
Santa Sofía de Constantinopla; otro día levantando en su honor poemas de piedra
como las catedrales de Chartres, de Amiens, o de León; o se lo dice aun
mezclando sus himnos triunfales con rumores de olas de mares teñidos en la
sangre de sus enemigos que amenazaban raer del suelo el nombre cristiano; o
coronándola como supremo «socorro del
cristiano» en Savona, a orillas del mar
Ligurio, recordando la protección de Ella recibida contra el soldado del siglo;
y hoy en Pompeya, resplandeciente de ardores de fe y de piedad, en justa
correspondencia al mundo de magnificencias y de prodigios que Ella despliega
donde había sepultado el fuego justiciero de Dios un mundo de corrupción.
¡Cuán admirable y cuán poderosa es la vitalidad de la
Iglesia! Cuando la despojan, ella
enriquece al mundo; parece sucumbir, y se yergue victoriosa sobre los
derribados poderes humanos que la combaten; la insultan, mas ella bendice; se
jactan de «haberla ahogado en el
lodo», mas ella sacude el lodo sobre sus enemigos, y se muestra aún más
radiante y majestuosa; pasa a veces escarnecida, abofeteada, coronada de
espinas, teñida toda con la mucha sangre vertida de sus hijos; pero, bien
mirada, todo delata cuán hermosa es en su interior, todo centellea al sol de
vida que lleva en el seno, y nunca tanto como en medio de las afrentas del
mundo resaltan los deslumbradores destellos de la gloria y del poder de María y
de la gloria de su Cabeza invisible, Cristo, que de continuo reverberan sobre
ella; nunca fascinan tanto los hechizos de su pureza, de su virginidad, de su
justicia y aquellas galas que tienen prendado y cautivo al Rey de los Cielos.
¿Qué hay que no evidencie que la Virgen es el sumo don
enviado por Dios a los hombres, y el tesoro de sus inefables riquezas; o que
Ella ama al mundo con amor igual a su poder, y que su poder es en sus manos
incesante y munífica largueza? ¿Qué tiene de extraño, por consiguiente, que en
toda tierra habitable donde ha cavado surcos la predicación evangélica, a veces
humedecidos con sangre, allí sea conocida, honrada y venerada esta Madre de
Dios y de los hombres? ¿Qué tiene de extraño que en las cunas subterráneas de
la fe cristiana se encuentren a cada paso inscripciones, alegorías, símbolos y
suaves figuras que en su idioma monumental declaran que el pensamiento de la
Virgen ocupaba el primer lugar en la vida y en la piedad de aquellos primeros
fieles? ¿Qué tiene de extraño que, apenas la ciencia y la doctrina iluminaron y
robustecieron la devoción, formaran corona sobre su augusto nombre los más
elevados representantes de la razón humana, y los oradores más elocuentes y
magníficos? ¿Qué tiene de extraño que el amor, exaltado por el agradecimiento,
haya explotado en gloriosas manifestaciones, y pidiendo al arte su opulento y
sublime lenguaje, haya levantado esas basílicas tan hermosas, veladas con el
polvo de los siglos; cuyas grandiosas cúpulas recuerdan su poderosa protección;
cuyas flechas llevan a las nubes el saludo del arcángel; cuyos vastos pórticos
se abren como el misericordioso seno de la madre del humano linaje; cuyos
ventanales y rosetones iluminan símbolos, misterios, gloriosos milagros y
heroicas leyendas? ¿Qué tiene de extraño que los grandes y los pequeños, los
sabios y los ignorantes, los ricos y los pobres, los afortunados y los
desheredados, hayan arrancado su alma de las preocupaciones de este mundo para
remontarla hasta su Madre del cielo?
Indudablemente; tenerla
propicia y honrarla por cuanto cabe, equivale a poseer las llaves de los
celestiales tesoros; a estar unido con Aquel que es lumbre para la revelación
entre las gentes; a caminar por sendas de verdad, edificar sobre sólidas bases
de paz, progresar con ordenada justicia, entrar en el concierto de los cielos y
de la tierra, rendir a Dios el más agradable tributo de gloria, y causar en los
Santos y en los ángeles un aumento de dicha.
La devoción a Nuestra Señora hace ostensible
que brota flor la gracia recibida en el santo bautismo y que despliega sus
galas y majestad; que suben presurosa mente hacia su más alta fecundidad los
dones del Espíritu Santo, cuyos gérmenes depositó en el alma el sacramento de
la confirmación; que prodigiosamente crecen las buenas obras y los méritos; que
se aclara por días la certidumbre de nuestra devoción, y echa más hondas raíces
la seguridad de alcanzar la perseverancia y consumación final del amor. Todo
confirma y evidencia con claridad que inunda y conquista las conciencias de los
que aman y sirven a Dios devotamente, que la devoción a María Santísima es
esencialísima, indispensable, supuesto el orden trazado por Dios para la libre
comunicación de sus dones, sea que Dios baje al hombre, sea que el hombre suba
a Dios. Todo persuade ser tal la eficacia y tales los frutos de esta devoción,
que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, no halla para ponderarlos mejores
palabras que éstas de los libros sagrados: El que
vele a mis puertas cada día, guardando los umbrales de mis entradas, me tendrá
en su favor, y conmigo, la vida.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DEL BEATO ALONSO
DE OROZCO
¡Oh
purísima Madre de Dios, sin mácula de pecado original, hermosa como la luna y escogida
como el sol, según Salomón dice en sus cantares! Con
razón sois llamada luna, que sin pesadumbre se deja mirar de todos, Madre y Abogada nuestra; en Vos ponen los ojos
todos los hijos de Adán, a Vos llaman con gemidos los afligidos. Haced vuestro
oficio, piadosa Señora; alumbradnos en esta noche obscura y mundo tenebroso
donde vivimos; ¡oh lumbrera que Dios crio para
consolación de los cristianos! ¡Luna graciosa que jamás padeció eclipse de
culpa!, ¡usad de piedad con nosotros, herederos de aquel triste mayorazgo que
nos dejó nuestro padre Adán!
No sin
causa vuestro Esposo dijo que tenéis los ojos como de paloma. Ea, Señora, paloma
sin hiel de ira ni soberbia, paloma única y más amada de Dios que toda
hermosura y excelencia de luz. Vos, Reina de
todas las puras criaturas, sois la paloma blanca y pura, más graciosa que
aquella de Noé, que volvió con ramo de oliva, para declarar que ya el diluvio
era acabado y la ira de Dios se había amansado; Vos
nos trajisteis a la tierra la oliva fructífera que es Dios humanado, por cuya
venida la justicia del padre se amansó, y de Dios de venganzas fue hecho Padre
de misericordias. ¡Oh Señora de los Ángeles,
escogida como el sol en eternidad, amada de la Santísima Trinidad y
predestinada para la mayor dignidad de la casa real de Dios, que es ser su
Madre! El sol hace ventaja a todos los planetas en hermoso cielo, así Vos lleváis el primado sobre todos los ángeles,
querubines y serafines, y sois más perfecta y acabada en santidad que todos los
santos. ¡Oh soberana
Emperatriz!, por
la merced tan singular que recibisteis en vuestra purísima Concepción, siendo
preservada de la culpa original, suplícoos, que,
del Señor, que tanto os favoreció, me alcancéis que, dándome su gracia divina,
mi alma sea libre de todo pecado.
Amén.
PETICIÓN
¿A quién, si no
a Ti, ¡oh María!, pudo el sol vestir, habiendo
el sol de la divinidad entrándose por Ti y llenado hasta rebosar todos tus
senos? Eres un esplendor tan perfecto,
bien que, creado, del esencial y ardentísimo centro de la lumbre increada, que
llegó tu unión con las tres divinas personas a esa transformación que San Pablo
señala como término de las iluminaciones progresivas del alma poseída y
vivificada por el Espíritu Santo. Nada, pues, más justo, habiendo la Trinidad
elevádote a la dignidad de Madre de Dios, que te constituya Madre de la
Iglesia.
¡Oh unidad de la obra y de los designios
divinos! ¡Oh unidad inviolable y fecunda; potentísima, que sin salir de sí
misma se extiende a todo y lo abarca todo; abrasadora, que no se dilata sino
para cerrarlo todo en la plenitud de unión con Ella! María es Madre; es
Virgen-Madre y Madre-Virgen; Virgen a fin de ser Madre y Madre por ser Virgen; tan Madre, que sólo Ella lo
es en verdad; tan Virgen, que lo es misteriosamente sublime. Engendra a los hombres porque primero había engendrado a Dios;
engendra el cuerpo, porque primero había engendrado la cabeza. No son dos
maternidades, sino dos aspectos, dos resplandores, dos energías de una misma
única maternidad.
Que los frutos de esa sublime y arcana
maternidad reinen sobre todas las cosas del vasto imperio de Dios; que nos
envuelva, ¡oh María!, la extensión de tu maternidad que contienen, anuncian y hacen
esperar ese título de Reina del Santísimo Rosario, y los rayos de
magnificencias esparciéndose por toda la tierra desde tu trono de Pompeya; que
amemos con amor vivo a Ti, Señora, y a nuestra madre terrena la Iglesia, esposa
sin mancilla de tu benditísimo Hijo, pregonera infatigable de tus glorias,
depositaria de tus misterios y dispensadora de tus misericordias. Comprenda que,
si tu amor y dominio se extienden a todo, están principalmente en la Iglesia,
fundada por Cristo sobre Pedro y los demás Apóstoles, Iglesia, Una, Santa, católica
y Romana. Comprenda que, si un Rey supremo anuncia y enseña, ennobleciendo la
humana condición, es por la Iglesia, encargada de hablarnos; y si hay un solo
Pastor, es porque es una la Iglesia, a quien está encomendado el gobernar y el
dar pan de eterna vida. Ciña y exalte el alma una fe viva, que es resplandor de
tus misterios maternos, germen sacro juntamente con la caridad de delicias
incomparables; y amor de sacrificio, que es virtud dimanada de tus heroicos
ejemplos, que es la verdadera belleza del alma y vigorosa unción de toda piedad
y energía. Planta y haz retoñar en nosotros una filial sumisión a la Iglesia,
generosa piedad para con la Iglesia, amor por sus derechos, pasión por su
libertad, celo por sus intereses, vivo desvelo por la Santa Sede, centro de su
unidad y nudo de su unión jerárquica con Cristo. Sea esto la corona de toda tu
benigna dispensación materna sobre nosotros. Así sea.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la
prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
DÍA NOVENO – 7 DE MAYO
Por
la señal…
Acto
de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA, REINA DEL SANTÍSIMO
ROSARIO
Esas prácticas, a las cuales damos el nombre
de «devociones», forman una
manifestación y un indicio de la vida cristiana, son un fruto vivo y directo de
las altísimas verdades que profesa; aun las más sencillas envuelven y expresan algo misterioso. Valen, diríamos aún, como
lenguaje plástico de la fe cristiana. ¿En qué consistirá el elemento divino de esa devoción
típica de los verdaderos devotos de la Virgen Santísima, con la que su afecto
se complace invocarla, honrarla, alabarla y asegurar su protección? ¿No habrá
ocultas, debajo de su sencillísimo mecanismo, profundísimas y muy elevadas
razones que muevan a la Iglesia a encarecer su práctica, a recomendarla por
cima de todas las demás devociones, después de la asistencia al Santo
Sacrificio de la Misa y del uso de los santos Sacramentos, y que hacen de ella
como la señal indefectible del ferviente cristiano?
Al celo por las cosas del culto divino, a la
suave y dulce fiebre de piedad, a la llama, al movimiento vivo y férvido del
amor, es costumbre darle el nombre de devoción. «La devoción, dice San Francisco de
Sales, nada añade al fuego del amor; pero es su llama que hace más
pronta, más diligente y más activa su virtud». Cuando esta devoción, que
es toda ella interior y moral, se hace exterior y se incorpora con una forma
determinada, adecuada al objeto especial que el amor ha escogido, entonces toma
un nombre propio y se llama «una
devoción».
La Iglesia es
riquísima en devociones y lo será constantemente hasta el fin del mundo. Aquello
que se lee en el libro de los Cantares que flores y frutos en gran cantidad
embellecen el jardín del Esposo, puede aplicarse a estos frutos de devoción,
delicados retoños de la piedad cristiana, cuyo brillo, cuyo perfume y cuyo
sabor son incomparables y dan contento y hechizan al Divino Esposo. Forman
ellas solas una gran parte de la poesía del cristianismo; poesía de alegre y dulcísima emoción y de ardiente virtud,
que, al revés de la poesía profana, eleva, concentra el espíritu, le desprende
del mundo y de sí mismo, y le lleva a soñar en el paraíso, del cual, ya en esta
mísera vida, le da un gusto anticipado.
De estas devociones, poco
menos que infinitas, unas son permanentes e inmortales, y son aquellas cuyas
raíces profundísimas llegan hasta confundirse con los fundamentos del
Cristianismo y dicen plena conveniencia con él lo mismo en razón de su
integridad que en razón de su esencia. Otras son más efímeras y parciales;
brillan por algún tiempo y luego se eclipsan, o pasando a un orden secundario
despiden menos luz.
Después de lo dicho en las meditaciones de
los días anteriores acerca de la singularísima y portentosa excelencia de los
misterios personales de la Virgen Santísima, no hay quien no pueda inferir que
el fervor por su culto, el amor tierno y solícito hacia Ella, su devoción, en suma,
pertenece, en cuanto a sus elementos substanciales, al grupo de las devociones
permanentes e indispensables. Por mucho que varíen las formas de este devoto
fervor —siempre providenciales en su nacimiento y en su historia— algo es
constante e invariable; hay un alma que da vida y animación en todos los
pueblos y tiempos a esa móvil riqueza de formas sensibles, y es la necesidad
del culto. Por esto junto al culto y honra oficiales y públicos que tributa a
la augusta Madre de Dios y de los hombres, a la Reina de los cielos y de la
tierra, la extensa familia de Dios, han florecido en todo tiempo un sinnúmero
de formas, de títulos y de invocaciones que han querido expresar un modo
particular de comprender, de venerar y de amar la dignidad y las perfecciones de
esta excelsa y divinal Señora. Su persona, sus misterios, sus excelencias, sus
gracias, sus virtudes, sus oficios, sus larguezas han formado a manera de unos
santuarios en que se ha encerrado la devoción; han constituido un eficacísimo e
inquieto norte, un embeleso y un incentivo de la piedad alumbrada en el pecho
cristiano, la cual a fuerza de prender en todo, escudriñarlo y amarlo todo, ha
encontrado mil ocasiones y pretextos para inventar inflamadas y magníficas
invocaciones, para tejerle bellísimos y sublimes encomios, y hallado nuevas
venas para dar salida a las bulliciosas energías de su amor, unas veces
incorporando en esas formas afectos de extraño júbilo, otras conceptos de
admiración y de rendido servicio mezclándolo en toda aquella confianza que
conviene a un hijo en orden a una madre a la cual idolatra, y realzándolo por
la delicadeza y los matices de la ternura más profunda, más inflamada y más
luminosa.
Por cima de cuantas devociones han nacido de
la piedad cristiana para honrar a Nuestra Señora descuella
y sobresale la del Santo Rosario, que viene a ser como un epílogo de lo más
puro, de lo más elevado y de lo más espiritual de la religión con el fin de dar
una expresión sensible a los afectos de respetuosa admiración, de tierna y viva
confianza y de encendido amor por Ella en que debe arder el cristiano. Fúndase
esta devoción en la más alta doctrina de nuestra fe; y con sus más vivos haces
de luz está entretejido todo su mecanismo. Es profunda y sublime por sus
elementos esenciales; pero a la vez es simplicísima y en extremo popular por
sus formas sabia y piadosamente ordenadas. La tiene por estas razones la
Iglesia en tan ventajosa preferencia, y la asocia con tan activo y encarecido
celo a las mayores necesidades de la cristiandad, que asevera y persuade
claramente reconocerle un valimiento decisivo, irresistible, triunfante. La Iglesia afirma, pondera y enaltece como un timbre de
gloria para la Virgen, como un florón de su corona imperial, como un título
brillantísimo de sus derechos para con Dios, como una refulgencia y una
declaración de sus derechos maternos sobre los hombres, el ser Ella objeto de
esta divina devoción; por lo cual nos ordena invocarla y alabarla como Reina
del Santísimo Rosario, y por virtud de este título descansar y esperar en Ella
cuando más angustiosos son los tiempos, mayores nuestras necesidades, y más
tristes y dolorosos los trances de la vida que se va.
¿Por qué esta importancia y esta excelencia del Santo
Rosario? El
Rosario, como es sabido, consiste en una
oración vocal en que se repite ciento cincuenta veces el Avemaría. Agrúpanse
por decenas que principian con la oración dominical y terminan con la hermosa
doxología o «palabra de gloria» que la Iglesia recoge de los labios de los coros angélicos
para difundir por la tierra el eco de sus cánticos a la augusta majestad de las
tres Divinas Personas. Es una fórmula que
desde los tiempos apostólicos sirve de conclusión a gran número de oraciones
sagradas. Apoya, anima, sublima y enlaza esta reiterada oración, la memoria de
quince Misterios principales de la vida de Cristo.
Bastaría tener a la oración dominical en su
exordio y como su continuada inspiración para quedar sentadas la importancia y
la utilidad del Rosario. De esta oración dice el Catecismo del Concilio de
Trento, que compendia ella sola toda oración
posible encerrando en sus tan breves términos cuanto puede confesar, desear y
legítimamente pedir un alma cristiana. Para el mundo, y en la historia
del mundo, qué día aquel en que la Eterna Sabiduría,
revestida de nuestra carne, y siendo para medicina de todos Jesús, Verbo
encarnado, doctor y redentor del humano linaje, dijo a sus Apóstoles con
encargo de repetirlo hasta las más extremas partes del orbe: «Cuando quisiereis orar, sea esta vuestra oración: Padre
nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre; vénganos el tu
reino; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo». La ciencia de la oración
es la primera y suprema ciencia. Descubriendo a los ojos de nuestra fe toda la
economía de Dios, su voluntad en orden al hombre, las relaciones que Él
prescribe o permite que tengamos con Él, su alto señorío, su providencia, su
justicia, su misericordia, el fin del hombre y de toda criatura; resume con
maravillosa concisión esta plegaria todas las necesidades de la naturaleza
santificada por la gracia: necesidades de socorro, de
protección, de piedad, de redención, de sustento corporal y espiritual y de
unión con Dios en el tiempo y en la eternidad. Juntamente indica a la esperanza
un camino; nutre y aviva sus anhelos por conseguir el ideal divino; levanta,
robustece y enciende el amor; y abre para nuestra vida sendas más seguras que
nos lleven a triunfar de las cosas de este mundo y unirnos con Dios.
Del
Padrenuestro procede la salutación angélica como de su manantial el arroyo, y
del sol los resplandores que nos alumbran en el día; pues en la oración
dominical se encuentra el fundamento de la especial devoción para con la Madre
de Dios. Del Avemaría pueden decirse las cosas más sublimes y adornadas con las
imágenes más armoniosas y magníficas. ¿Cómo
privar a la mente de figurársela como la más alegre sonrisa que Dios ha enviado
a la tierra desde su origen? ¿Por ventura no es, en su esencia, el alba de la
salud y redención humana; la declaración explícita y la primera prenda de la
alianza que la Trinidad adorable se dignó establecer con nuestra pobre
humanidad mediante el triple misterio de la Encarnación, de la Redención y de
la Iglesia; la corona del sobrenatural florecer de la Inmaculada Concepción de
la Virgen, y de la instauración de esta criatura en la casi infinita dignidad
de Madre de Dios? En este saludo, y en el inefable don que contiene, anuncia y
transmite, están el ápice y la suma de cuantas gracias ha derramado la mano de
Dios en el alma de su benditísima Madre, la virtud y el mérito de sus
incomprensibles correspondencias a la gracia y la razón primera de cuantos
honores y alabanzas le tributan y le tributarán eternamente los cielos y la
tierra aclamándola su Reina y Señora. Con el Avemaría recordamos a Dios todo su
amor para con el hombre; santificamos y ofrecemos a Dios toda nuestra fe en el
más piadoso de sus misterios; y enviamos hacia su trono el perfume exhalado por
el más agradable de los sacrificios inmolado sobre el más puro de los altares,
y herimos con flecha de amor el corazón de Cristo obligándole a manar por la
herida recibida raudales de gracias que cayendo primero en las manos de la
Virgen vienen después desde las suyas a nuestras manos.
Como la flor tiene su
esencia en su aroma, el Avemaría la tiene en el Gloria Patri, que para el
cristiano es la divina corona de todas sus esperanzas, gracias y buenas obras;
el blanco de todos sus anhelos, y la más sublime expresión de todos sus destinos.
Si las flores que embelesan las miradas y
deleitan los sentidos son expansiones de la vida concentrada en cada semilla y
como un himno eucarístico que envía la tierra a Dios por la fecundidad llovida
de la mano omnipotente a sus entrañas; si como las flores son las oraciones de
la tierra que suben hasta Dios, son las oraciones flores del alma, brotadas de
los sacros gérmenes de la vida sobrenatural, que han de crecer e ir
agrandándose hasta el día de la cosecha; por una armónica combinación de actos
interiores y de actos exteriores les añadimos color y perfume, envolviéndolas y
penetrándolas con recuerdos de la vida de Cristo y de su benditísima y
celestial Madre. La rosa, que da el nombre a este haz de oraciones, de divinos
ideales y de recuerdos, tiene tres colores: blanco,
púrpura y oro; el blanco es color de inocencia y de pura alegría; la púrpura es color de
sangre, vertida en las luchas del amor y del dolor; el oro es color de
gloria, conquistada con trabajo y sacrificio. Con
estos tres colores hermosean a las oraciones del Rosario los misterios gozosos,
los dolorosos y los gloriosos, que el pensamiento abraza, revuelve y analiza a
medida que los labios cuentan y nombran las flores del divino rosal. Y ¿no es cierto
que como el cielo se dilata en júbilo con esta encantadora variedad, así
penetra y llena toda el alma una fragancia salida de cada misterio? El alma aspira con fuerza esas ondas embriagadoras y ve
crecer y desarrollarse todas las virtudes. La fe se alimenta con las augustas
verdades que en la vida del Salvador y de su santísima Madre resplandecen; la
esperanza se alimenta con las promesas que abonan y certifican las glorias de
Jesús y de María; la caridad se alimenta con el amor infinito de que da
indubitable testimonio el sacrificio de la cruz.
Tal es el poderoso
encadenamiento, y tal la excelencia de las oraciones de cuya repetición
prolongada se compone el santo Rosario. Y ¡cuán admirable, cuan propia, cuan natural
y suavísima es la ley de esta repetición de palabras y de oraciones! ¿Quién, gustando de lo bello, se cansa de contemplar o la
hermosura de un cielo estrellado, o la inquieta inmensidad del océano? ¿Quién
no percibe el deleite de las regulares repeticiones de ciertas composiciones
líricas, y de las entradas y los refranes que nos exaltan y cautivan en todas
las sinfonías, y que constituyen el secreto y el envidiable primor de los
grandes compositores? ¿Qué oído sabio y delicado no se recrea y regala con las
numerosas y doctísimas variaciones sobre un mismo único tema?
De la belleza y de la fruición pasemos a los
misterios del amor. «El amor no tiene más
que un vocablo; pronunciándolo infinidad de veces, no lo repite ninguna, y
jamás le cansa», decía
el Padre Enrique Lacordaire. No es posible declarar mejor un concepto más
exquisito. ¿Qué
madre prueba cansancio, y se queja, cuando el hijo de rodillas en su falda le
ciñe la frente con ardientes besos? ¿Qué madre sentirá en cien besos dos veces
un mismo sabor? Ello es también una
corona, un rosario en acción por el cual el niño dice a su madre, y la madre
dice al niño, diez y cien veces una misma cosa, consagra una misma natural
efusión y correspondencia. Dios no se ofende de esta repetición. Dios ha dicho
por boca de su Hijo que la importunidad es una condición necesaria para el
logro de los fines de la oración. Dios alaba en el Evangelio a la pobre viuda
que hostiga y rinde con sus ruegos a un inicuo juez, y acaba por arrancarle la
sentencia que su derecho reclama; Dios alaba al amigo porfiado que, adelantada
la noche, llama a la puerta de su amigo y contiende hasta recibir el pan de la
caridad que solicita.
Tengamos también presente que cuanto una
cosa es de suyo más sencilla, dice más con el ordinario modo de obrar de Dios,
y más se conforma con sus gustos; pues Dios se complace en vincular a causas
pequeñas, y en apariencia insignificantes, los más importantes y
trascendentales efectos. Fácil es notarlo así en la naturaleza como en la
gracia. ¿Hay,
acaso, nada tan importante como el vivir, y nada a la vez tan sencillo, tan
fácil y tan monótono como el respirar, que es la función esencial de la vida?
¿Puede existir algo más sublime y que más encienda nuestras ansias, que el
hablar con Dios, y hablarle en aquel mismo idioma que Él habla en su esencia? Y,
sin embargo, ¿hay
algo más sencillo que el Padrenuestro, que es la oración impuesta por el Padre
celestial y prescrita como la fórmula propia y adecuada para hablar con Dios y
en aquel mismo orden de ideas que son eternamente las suyas, y con palabras que
mejor traducen su inefable personal idioma, para recibir de las criaturas la
conveniente y buscada gloria?
Y ¿en qué cosas de este bajo mundo no hallaremos
repeticiones? ¿No transcurre nuestra existencia encadenada por una incesante
repetición de actos, como eslabones fatalmente engarzados? Puede ciertamente ser
enojosísima una repetición si es de palabras humanas expresando pensamientos
humanos; pero si las palabras son divinas, aunque vayan envueltas con la
corteza humana, y expresan pensamientos divinos, la luz que esparcen, la idea
que evocan, los afectos que comunican y despiertan son siempre nuevos y pasan
dejando en los labios sabores nuevos, sonando al oído como armonías nuevas, y
en el alma levantan anhelos de nueva virtud y de superiores cosas. Cada Padrenuestro, cada Avemaría es un bocado de pan
celestial que redobla nuestras fuerzas, como redobló las del profeta Elías el
pan cocido al rescoldo de la ceniza; es un manjar que ilumina toda el alma,
como la miel que comió Jonatás. Cada decena del Rosario es, recordando un paso
de la historia de Moisés, el golpe de una vara potentísima dado sobre la roca,
que es Cristo, y al momento manan caudalosas fuentes de agua de vida eterna.
¿Tendría algo de extraño o de atrevido
llamar al año solar una corona, un rosario de días y de noches? ¿No es, acaso,
cada aurora, un saludo, unos buenos días, que Dios da a sus criaturas cada
mañana? ¿No podríamos también añadir, sin violentar la analogía de las cosas,
que la continua y regular sucesión de las estaciones que nos oculta todo el
secreto de la vida física de este mundo, y que los mismos días que vienen unos
en pos de otros renovando y mermando la vida, pero todos uniformes y parecidos
entre sí, son un tipo y un ejemplo de la piadosa fórmula del santo Rosario que
enlazando sus oraciones con sucesivos misterios viene a formar como diferentes
estaciones de la vida de María y de Jesús?
No rezamos una sola vez el santo Rosario,
que no seamos un prolongado eco de los altísimos y arrobadores conciertos
angélicos que repiten con sempiterno y renovado gozo delante del trono de Dios:
«Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos»; y que no revivan en
nuestros labios las alabanzas de los bienaventurados ancianos, que parecen dar
alma y ritmo a los cantares de la corte celestial, adorando sin cesar al Eterno
viviente, a quien dicen de día y de noche: «¡Señor,
digno eres de recibir gloria, honra y virtud!» Amén. Aleluya.
—Medítese,
y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la
Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN ILDEFONSO
Descienda,
¡oh María!, un
rayo de tu misericordia sobre mi alma, hecha albañal de pecados: límpiala con
la acción de tu gracia, báñala con resplandores de tu gloria, levántala
eficazmente al gusto de tus suavísimas solicitudes, enciéndela con una centella
de tu amor, y guárdala con tu patrocinio. Que el virginal y divino
alumbramiento que forma tu grandeza sea aurora de mi libertad, medicina de mis
dolencias, día para la noche de mi alma, vida en la hora de mi muerte y mi
escudo contra mis enemigos. Eres la Señora de mis pensamientos, la suavidad que
mi paladar codicia, la reina por la que bullen todos mis afectos, la esposa a
quien por entero y únicamente me consagro. Vuelve en cambio tu rostro hacia mí,
para que la contemplación de tu belleza me recree, la vista de tus luces y
gracias me embebezca, y entre tantas tinieblas yo goce en la verdad, y entre
tantas variedades sepa dónde está la vida. Si tus gracias
sobrepujan cuanto podemos imaginar, desvanece con una parte de ellas toda la malicia
de mis entrañas, y hazlas templo de Dios; y así amándote te desee, deseándote
te busque, buscándote te halle, y habiéndote hallado me abrace contigo y en Ti
descanse para siempre. Así sea.
PETICIÓN
Muchas son las gracias que te hemos pedido y
que te pedimos, oh Madre gloriosísima, oh amable y benigna Reina, Rosa de Jericó que la mano divina ha plantado en Pompeya para
esparcir por el mundo el perfume de tu amor y de tu sublime excelencia; pero
muchas más son todavía las que necesitamos. Mucho hemos orado y porfiado al pie
de tu altar, para mover tus entrañas y merecer de ellas los tesoros de piedad;
pero nuestra lengua no ha de cesar jamás de invocarte mientras dure la vida,
pues, sin Ti, sin tu asistencia fuera nuestra alma como nave sin timón ni
piloto, perdida por el ancho mar de este mundo.
Sobre todas las demás una gracia esperamos
de Ti, y en la cual ciframos todos los anhelos de la existencia. En el postrer
instante de esta vida, cuando nuestros pasos se pierdan por los horizontes de
la eternidad, acógenos con rostro propicio y recíbenos en tu dulcísimo seno.
¡Oh Madre!, cuando llegue el día postrero;
cuando la vida y la muerte luchen disputándose la soberanía de mi carne, y
aquélla acabe por entregarla como inútiles despojos en brazos de la muerte
victoriosa; Tú que eres, ahora y siempre, mi única esperanza en toda angustia,
seas también en aquel trance la lumbre última de mis ojos, el claro y alegre
amanecer de aquella noche de tormentos y congojas que tendrá cautiva toda mi
alma, y el manantial divino en que beba los raudales de la nueva y anhelada
vida. Ampárame contra las seguras asechanzas del demonio.
Baña entonces y penetra con paz suavísima
las convulsiones y sobresaltos de todas mis potencias; refresca, alegra y
conforta los desfallecimientos de mis sentidos. Seas Tú la puerta que se abra
al entrar en el mundo eterno. Sal al encuentro de mi alma, anegada en los
temores de la vida que deja, estremecida con las novedades que la esperan,
cuando la muerte rompa los postreros cerrojos de la cárcel del cuerpo; por tus
manos sea presentada a tu Hijo santísimo, justo Juez de vivos y muertos. Por Ti
vea amigo el semblante de los ángeles y de los bienaventurados, y sienta
dulcísima embriaguez de dicha fluyendo en mis senos hasta inundarlos, a medida
que la eternidad me estreche y me cierre en sus brazos; por Ti el pensamiento
ahonde y se sumerja en abismos de luz indeficiente, y abrasen la voluntad hasta
el éxtasis supremos ardores de amor divino; por Ti, apagadas ya las postreras
inquietantes voces de este mundo, recreen el oído —por
Ti también depurado y transformado— armonías jamás
escuchadas ni presentidas, convidándole a tomar parte en el coro de alabanzas
que serafines y querubines dirigen a Dios celebrando su majestad, su perfección
y su omnipotencia.
A Ti, oh María,
oh tiernísima Madre, suspiramos en este valle de lágrimas, esperando nos muestres un día
el fruto bendito de tu vientre; y a Ti elevamos de continuos himnos de alabanza
y de agradecimiento por tus bondades, por tu amor materno, por tus desvelos y
por la suma esperanza que nos es permitido poner en Ti, y la cual ha de ser un
día también por Ti, suprema y alegre realidad. Así sea.
—Récense
tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes
del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad
de la Iglesia y la perseverancia final.
—La
Oración se dirá todos los días.
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